Volvieron los festejos

Volvieron los festejos

Leandro Puntin

Ilustración: @a.cristo168

—Tu hermanito es un ternurita —le decía la bruja, mientras metía los dedos por los barrotes de la jaula de Hansel y buscaba pincharle las tetillas con las uñas—. Solo por eso venís zafando, Gretel.

Ella odiaba que aquella vieja la llamara Gretel —lo pronunciaba gruñendo, con los dientes negros apretados y los labios torcidos—; aunque prefería eso a que la llamara por su nombre verdadero, que ella se había negado a decirle a pesar de los crudos interrogatorios. Solo a la hermana Ingrid le permitía llamarla por su nombre, porque solo ella la había acogido tras el accidente de mamá y papá.

—No es mi hermanito —le dijo a la bruja, intentando sonar valiente. Se ve que no le salió: la bruja se le rio en la cara. Si bien “Hansel” no era su hermano de sangre, sí era su mejor amigo del orfanato.

Por eso les tocaba vivir juntos esta pesadilla. Un domingo, la hermana Ingrid los había llevado a todos al cine del Alto Rosario. Cuando cruzaban por el estacionamiento de vuelta a la trafic, una abuelita amable y jorobada se les acercó por atrás a ellos dos. Les rogó que la ayudaran a subir unas bolsas pesadas a su auto, y los separó del grupo. Cuando abrieron los ojos, estaban amordazados en la oscuridad del baúl. Y la abuelita resultó ser un monstruo.

El mismo monstruo que ahora le pegaba a los barrotes con un cucharón de sopa. La jaula de Gretel osciló, el revoque le tosió en los ojos y chirrió la cadena que la sostenía del techo. Riéndose, la bruja volvió  a la mesa rectangular, en el centro de la cocina. Se la pasaba cocinando día y noche. Gretel la odiaba más que nunca cuando preparaba pollo al disco. Lo sazonaba igual que la hermana Ingrid, hasta replicaba la costumbre de coronar el plato con huevos fritos. A veces no sabía si extrañaba más como la hermana le cantaba para dormirse o las comidas que le preparaba.

Gretel no tardó mucho en descubrir que la bruja cocinaba para los del cuarto de arriba. Casi todas las noches sonaba una campanilla, y voces de hombres que zapateaban y brindaban. Los ruidos le llegaban a Gretel desde el hueco al final de la escalera caracol, junto a la freidora industrial. Y todas esas noches, alguien asomaba la cabeza por el hueco y chistaba. Entonces la bruja abría la jaula de Hansel.

—A lo tuyo, nene —le decía. Y Hansel subía la escalera caracol como si el caracol fuera él. Arrastraba los pies, sin voz ni voluntad para quejarse.

Y Gretel lo veía irse. Y lo veía volver, muchas horas más tarde, con la ropa rasgada y sangre seca entre las piernas. La bruja lo alzaba y lo devolvía a la jaula, y él se acurrucaba temblando como un perro herido.

Ya nos voy a sacar de acá, le decía Gretel con la mirada.

Y recién ahí la bruja abría la jaula de ella. Le daba un balde con lavandina, un trapo de piso y esponjas de acero.

—A lo tuyo, Gretel. No te olvidés de la grasa de los azulejos, atrás de la fritera.

Y le pegaba en el culo con el cucharón de sopa.

Ella terminaba de limpiar, y la bruja le daba una tostada con manteca. Gretel la comía lentamente: sabía que si pedía otra perdía su litro de agua diario.

Una noche que la bruja la había dejado sola, y mientras baldeaba debajo de las jaulas, notó algo garabateado en la base de la suya:

Gretels III I

Enseguida miró debajo de la otra:

Hansels III III III II

No estaba segura de lo que significaba, pero los palitos tachados le estrujaron el pecho. Una sensación de apuro le hizo tirar el escobillón y ponerse a dar vueltas por la cocina. Miró las jaulas colgantes: la suya, ahora vacía; y la de Hansel, desmayado. Miró los candados en los armarios, en el freezer, en la heladera, en los cajones. Y fue como si por primera vez entendiera dónde estaba. O peor: entendiera lo que iba a pasarle.

Oyó a la bruja bajando la escalera caracol; agarró el trapo y siguió con lo suyo. Después se arrodilló detrás de la freidora todavía caliente, y mientras fregaba los azulejos, decidió que mañana escapaban sí o sí.

—Hoy nos toca —le susurró a Hansel. Él la miraba con ojos inmensos y vacíos, los cachetes sucios pegados a los barrotes—. Sé que es pedirte mucho, pero cuando volvás de arriba y la bruja te meta de nuevo en la jaula, intentá no dormirte. Quiero que la distraigas mientras yo la desmayo o algo, no sé bien todavía.

Él la seguía mirando con expresión nula.

—Decime que entendés, por favor.

Con visible esfuerzo, Hansel lanzó un murmullo ronco, que Gretel quiso oír como un .

Más tarde, como siempre, sonó la campana, y en el cuarto de arriba aparecieron los cantos y los silbidos. El que chistaba se asomó por el hueco.

La bruja apareció, como por arte de magia, y abrió la jaula de Hansel.

Haciendo la mímica con los labios, Gretel le dijo a su hermano:

—Acordate.

Horas después, era Hansel el que bajaba la escalera caracol. Pero esta vez no venía solo, y ni siquiera venía caminando. Un hombre musculoso, con un diminuto antifaz y un bonete, lo cargaba en brazos. Lo dejó sobre la tapa del freezer y le habló a la bruja, que lo miraba perpleja.

—Creo que se nos fue la mano. —Le tendió un abultado sobre—. Todavía respira. Si para mañana no se despierta, le doy el doble.

El musculoso ya se iba cuando la bruja le llamó la atención.

—Vieja. —El musculoso se dio vuelta—, ya le dije que mañana…

Ella alzó la mano arrugada:

—Sacame esta cosa de arriba del freezer, ¿querés?

El del bonete dudó un momento, y después asintió. Ahora llevaba a Hansel hasta su jaula.

—¡No! —dijo Gretel.

Él se la quedó mirando, y después miró a la bruja.

—Dejalo en el piso —arriesgó Gretel—. Así limpio las jaulas hoy.

La bruja se encogió de hombros. El musculoso tiró a Hansel al suelo y volvió al cuarto de arriba.

La bruja se acercó a Hansel y le pasó el cucharón por las costillas marcadas, como si raspara un güiro de carne. Después se dirigió a ella:

—Limpiás todo, eh. Y lo volvés a enjaular vos.

Gretel asintió. Miró las piernas magulladas de Hansel, el cuello rojo, las nalgas sucias y ensangrentadas. Parecía muerto.

La bruja le abrió la jaula y ella saltó hasta el suelo: las piernas consumidas se le doblaron como sogas y se desplomó.

—Bien hecho —dijo la bruja—, por boluda.

Tragándose el llanto, Gretel manoteó el balde con lavandina. La bruja se fue hasta la mesa, y siguió decorando una torta de calabaza. Ahí Gretel aprovechó y se le fue acercando por la espalda. Apenas la bruja se dio vuelta, ella ahuecó la mano y la metió en el balde.

—¿Qué hacés, Gretel?

Ella no decía nada, así que la bruja dejó la torta y se le acercó. La miraba severa, con el cucharón en alto, listo para un revés correctivo. Aunque le temblaban las piernas, Gretel no se movió. Cuando la tuvo a un pan y queso de distancia, le salpicó con lavandina el vestido negro.

—¡Hija de puta!

Y en cuanto la bruja quiso pegarle el cucharazo, Gretel le tiró toda el agua con lavandina en la cara. Ella retrocedió, restregándose los ojos. Gretel le partió el balde en la pera. El primer grito la aturdió. El segundo, después de que la empujara contra la freidora y le hundiera la cara en aceite hirviendo, la hizo mearse encima.

Retrocedió, se acurrucó temblorosa contra Hansel. La aterraba que los de arriba hubiesen oído.

Por suerte, no bajó ni se asomó nadie.

Esperó. Y cuando consideró que ya nadie bajaría, agarró a Hansel por las axilas y lo arrastró hasta la escalera caracol. La bruja temblaba en el piso, la cabeza oculta entre las patas de la freidora. Gretel no quería ni mirarla, sabía que su cara sería incluso más horrible que antes. Así y todo, el olor a calabaza dulce y carne frita la hacía salivar como una endemoniada.

No pudo subir a Hansel por las escaleras: él estaba raquítico, pero ella estaba demasiado débil.

Lo recostó contra la pared:

—Voy a buscar ayuda y vuelvo, ¿sí?

Agazapada, subió ella sola. Al final de la escalera se encontró una puerta trampilla. La abrió, apenas, lo suficiente para husmear.

Veía colchones sobre palés, las patas de una mesa y sillas desparramadas. Y quizás una puerta del otro lado, no estaba segura: había al menos media docena de piernas amontonadas ahí.

—Cómo lo voy a extrañar —decía uno, casi al borde del llanto—. Lo tiernito que era.

Gretel levantó un poco más la puerta. Y los vio, agolpados contra una puerta corrediza. Eran cumpleañeros esperando la torta. Cumpleañeros adultos.

—Tranquilo —decía el del bonete—, ya llegan con el reemplazo. Che, hay olor a fritanga acá.

Gretel se coló en la pieza. Se escondió atrás de una cortina y casi se largó a llorar cuando descubrió que ocultaba una ventana tapiada. Vio un hueco en la pared y se metió, sin pensar si cabría o no. Consiguió gatear hasta otro tugurio, sin luces ni ventanas. Aun a oscuras, supo que estaba vacío. Vislumbró otra puerta corrediza, y ahí fue, intentando no correr ni tropezarse.

Salió a un pasillo húmedo, con piso de tierra, pobremente iluminado por un foco que colgaba de una viga. Avanzó pegada a la pared, en dirección opuesta a los murmullos de los hombres. Empezó a oler lluvia, y una brisa le rozó las piernas. Alguien le chistaba desde atrás. El corazón le reventó entre los omóplatos, estuvo a punto de desmayarse. Pero cuando oyó el nombre, pronunciado con una calidez que no oía ni sentía en meses, el alivio le sacudió hasta el hambre.

—¿Hermana… Ingrid?

La hermana salía de un cuarto oscuro, agazapada, con un nene rubio de la mano.

—Vení, amor. —La hermana Ingrid le tendía la mano libre—. Vine a rescatarlos.

Gretel corrió hasta ella y la abrazó bien fuerte.

La hermana Ingrid tomó a ambos de la mano y empezó a caminar por donde Gretel había venido.

—No, por ahí no —dijo ella, tironeándola del hábito.

La hermana le sonrió con dulzura:

—Tranquila, amor. Si lo decís por los hombres malos, yo sé tratar con esa gente. Es más, si yo no les pongo los puntos, nadie más lo va a hacer. A veces, no podemos dejar todo a merced de Nuestro Señor Jesucristo.

—¿Está segura?

—Segura como que Dios nos protege, amor.

Gretel se dejó llevar pasillo abajo. Antes de que la hermana abriera la puerta corrediza miró al nene rubio. Se veía adormilado, los ojos celestes y perdidos. Gretel creyó recordarlo del orfanato.

—Acá los tienen. —La hermana Ingrid la tiró, junto al chico rubio, a los pies de los hombres—. ¡Ya me harte de decirles que tengan cuidado! ¿O se creen que estos pendejos crecen en los árboles?

Cerró la puerta muy fuerte, como si la azotara. Gretel alzó la cabeza, y se encontró con esas caras, esas máscaras, esos antifaces que la miraban desde arriba. Y, tras un segundo de vacilación, volvieron los festejos.

Ilustración: @a.cristo168

Sobre el autor

Leandro Puntin

Lo parieron en Seguí, Entre Ríos, en el año 1989. Escribe aberraciones literarias desde los seis años, hostigado por Teresita Yugdar, la escritora local y profesora de Lengua amiga de su madre. Más de veinte años después cursó un taller avanzado de Escritura Creativa con Israel Pintor, coach literario y novelista mexicano.

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