Se matan poetas

Jorge Labrín

Ilustración: @deflorez_y_espinas

He matado a varios artistas. No es una metáfora. Se dice —creo que lo dijo Woody Allen— que los artistas son como mafiosos: se matan solo entre ellos. Pero yo hablo de matarlos literalmente. Y aunque solo soy un intermediario, veo en mi trabajo destellos de un arte no reconocido.

Nadie sospecha ni se imagina la verdadera causa de muerte de un artista: un pintor con la garganta cortada se puede ver como una venganza de prestamistas o narcos. El miembro de una banda de hard metal hecho colador en plena calle puede entenderse como un robo del que se resistió. Intento ser creativo, pero en la simpleza y elegancia está el arte.

Detrás de cada caso la verdadera razón puede ser inverosímil: haber dicho pestes sobre una nueva exposición, sacar el primer lugar de un concurso, o algo tan simple como haber dado un consejo. Es sorprendente la cantidad de interpretaciones que pueden sacarle a un comentario. Una vez maté a un poeta porque un crítico creyó —o cree todavía— que un poema era un insulto a su honor. ¿Una tontera, no? Pero eso me da de comer. Y aunque sigo en este trabajo hay unos cuantos casos que no se olvidan, que te recuerdan que alguna vez tuviste consciencia por más que te esforzaste en ahogarla, y es ese bichito que pica en el cerebro y te cuestiona quién eres y qué es lo haces. Uno de eso casos es el del poeta y el crítico.

Un amigo me puso en contacto con este literato rabioso. Rabioso porque el poeta publicó un poema insultándolo. “Ni lo conozco ni espero conocerlo”, me dijo.

Y bien, yo solo acepto encargos cuando reconozco en el cliente a un tipo de persona especial: no solo deben estar seguros de lo que están por pedirme en el momento, sino que necesito también que sean parásitos, deben pertenecer a esa clase de hombrecillos que saben que cometen una bajeza, una que los va a despertar cada tantas noches o que no les dejará dormir, pero que a su vez sienten tal amor propio que justifican su crimen de algún modo… Y así es este crítico. ¿Por qué no olvidar el poema si total es un poeta menor? ¿Por qué no desafiarlo a un duelo, como se hacía antes, si se sentía tan ofendido? Nada, él lo quería muerto.

Me dio la mitad de lo convenido y muy poca información: el poeta se llamaba Diego Mundaray, sin domicilio fijo.

Me inscribí con un nombre falso en algunos talleres de poesía y fui a varios cafés literarios. Fue extraño toparse con caras conocidas de hacia muchos años, pero por suerte nadie me reconoció. Pasando los días como antes, de taller en taller, de café a unas tertulias, pude sacar una pista: nombré a Diego Mundaray como un nombre que me sonaba de algún lado y los presentes en una tertulia me lanzaron una mirada de desconcierto, como si yo hablase de un paria o leproso. “¿Lo has leído?”. Yo respondí que no. Así me enteré de que Mundaray recitaba poesía en las micros con recorrido en Avenida Matta.

No tardé mucho en topármelo. Desde el paradero, resaltaba de entre la multitud dentro de la 506.  No cabía duda: flaco, de pelo rizado, vestía una guayabera en pleno otoño y un pantalón de pana. Me subí a la micro y lo escuché. No recitaba poesía, sino que narraba una fábula de Esopo: la zorra y las uvas, la rana y el escorpión. Cuando empezó a pedir cooperación por su acto, le pasé unas monedas sueltas. Bajé con él en San Diego. En el paradero me acerqué y le dije que nunca había conocido a alguien que fuese narrador de fábulas. “Es algo pasajero, amigo, en realidad soy poeta”, dijo.

Le pregunté dónde podía leer algo suyo y me vendió un libro de poemas que traía en el interior de su camisa. Aunque llamar libro a eso es ser demasiado amable: era una tanda de hojas de cuaderno corcheteadas, en las que escribió con lápiz pasta negro y rojo. La mayoría de los poemas me parecieron regulares, aunque ahora no tengo a mano las hojas y a penas recuerdo uno: hablaba de un sueño con un pez, que jamás fue, que no está, y que no estará nunca; pero en sus rastros, en lo que cree el hablante que son sus rastros, sabe que existe, y ese conocimiento lo vuelve loco. Tras terminar el libro supe por qué a los de la tertulia no les gustaba: era malísimo.

Un jueves a las nueve de la mañana volví a encontrar a Mundaray en un paradero de Avenida Arica. Nos saludamos como si fuésemos amigos y lo invité a desayunar, así que caminamos hasta un carrito donde compré café y cigarros. Hablamos largamente de poesía. ¿Qué significaba la poesía? Chupó el cigarro durante un buen rato —aún recuerdo el ruido de la saliva pegándose al filtro— y me respondió que era una demostración de la vitalidad humana, de reconocimiento, racional, de que se está vivo. “Pero la verdad, ni idea”, y río. Le pregunté si se podía considerar a la crítica un arte entonces, pues se trata de una respuesta a esa demostración. Tras pensarlo me dijo que la actual no, que los críticos se tomaban muy en serio a sí mismos, y que su motivación para escribir es la apariencia de ser algo, de ser llamados algo. En broma, le pregunté si el asesinato sería un arte. Él volvió a reír, con más ganas, y me dijo que tampoco, que esa actividad también estaba desvirtuada, que la motivación para matar era la rabia, la locura, la envidia.

Me quedé callado y el silencio lo terminó por romper Mundaray al preguntarme si yo también me dedicaba al arte. Le dije que sí, que era dibujante, y me pidió si podía hacerle un retrato. Quedamos en que iría al día siguiente a una pieza que ocupaba en Barrio Brasil.

Me aparecí a eso de las once de la mañana. Llevé en un bolso una base de madera, un lápiz grafito casi sin punta —¿por qué llevé esto si ni sé dibujar? No lo sé—, y una pistola. Antes de entrar me aseguré de que mi compañero estuviese estacionado cerca, le recordé que al escuchar los disparos debería tener el motor ya encendido.

En el pasillo no me topé con nadie. La pieza de Mundaray estaba en el primer piso, y antes de tocar siquiera la puerta él me abrió. “Escuché tus pasos”. En la pieza a penas cabía una cama y un escritorio lleno de papeles, en una esquina tenía tres torres de libros amarillentos del todo. Él iba casi desnudo, solo traía los calzoncillos y la guayabera con la que lo vi por primera vez. Conversamos un rato de cosas triviales: hace cuanto dibujaba, cómo aprendí, cosas de ese estilo. “¿No escribes?”, me soltó en un momento. No le quise responder, o creo que solo le dije que no, o le grité, o quizá solo fue un susurro, tal vez le dije que simplemente no era lo mío y que prefería el dibujo. No tiene importancia; lo que vino después sí: “Prepárate para el retrato, ahí en la luz”, y abrí mi bolso. Él se dio la vuelta para tomar un libro del montón, yo le quité el seguro a la pistola y le pegué tres tiros. Simple y efectivo.

Cuando fui a recibir el resto del pago unos días después el crítico me preguntó cómo había sido todo, le dije que se enteraría de los detalles en las noticias. Ambos reímos. Me contó que otro poeta no dejaba de mandar manuscritos a la revista en la cual trabajaba, por lo que pensaba en escribir una crítica para callarlo.

—Si no para tras eso quizá nos volvemos a ver.

Sentí al bichito picándome y me dieron ganas de matar al crítico. Pero la verdad aquello habría sido muy burdo, simple pero nada elegante.


Sobre el autor

Jorge Labrin

Chileno nacido en el año 2002. Con una inclinación hacia los relatos policiales y fantásticos, escribe cuentos que a veces logran publicación en una revista. Participó en el taller del escritor argentino Alejandro Baravalle (El Sur, Taller Literario), donde terminó por decidir su vocación de escritor.

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