La chica de Glenn

Ulises Hernández

Ilustración: @cataclysmatico – Abraham Elizalde

Lo llamaremos Glenn.

Glenn siempre quiere sexo.

Siempre.

Eyaculó apenas hace un par de minutos y ya se le está poniendo dura otra vez. Siente un impulso en la pelvis. Quiere que se la jalen, que se la chupen, que lo monten. Quiere meterla y correrse pese a que lo acaba de hacer.

Antes de Misty, nunca había experimentado algo así.

Ella siempre está dispuesta. Nunca le duele la cabeza ni está cansada. Y hasta parece que nunca le viniera la regla.

Misty y él se conocieron hace poco más de un año y de inmediato congeniaron en todo, pero en especial en la cama. A los dos les gusta el sexo fuerte, lleno de palabrotas sucias, chupadas ruidosas, nalgadas, besos tronados y salivosos, dedos en el culo, escupitajos a falta de lubricante —que uno no compra por pobre y la otra por avara— y, por supuesto, orgasmos escandalosos.

Glenn viene de una familia profundamente católica y, para él, el sexo siempre será un pecado.

Al principio, su condición de estudiantes les complicó las cosas. La casa de Misty no era opción, pues la presencia de cualquier muchacho en la prestigiosa, costosa y decente Pensión para Señoritas de las hermanas Vallery era castigada con expulsión inmediata, la pérdida del depósito y el pago de los meses estipulados en el contrato. Decidieron intentarlo en el cuarto de Glenn. A medio desvestir bajo las sábanas, lo hicieron despacio y en silencio para no despertar a los dos compañeros que dormían —o fingían dormir— a menos de dos metros a cada lado. Retorciéndose silenciosos en la penumbra, convertidos en la presa potencial de un oído afilado o algún ojo que pudiera abrirse, alcanzaron un grado de éxtasis que hasta entonces no conocían.

Así, pronto Misty se encontró masturbando a Glenn por debajo de la mesa de un bar concurrido. Glenn le metía los dedos y le masajeaba el clítoris en el autobús, bajo una chamarra que usaban para disimularlo a medias. Ella se lo chupó en un vagón del metro. Bajo la mesa de un restaurante abarrotado, él le exprimió un gran charco de fluido.

Creo que ya me entendieron. No entraremos en más detalles.

Poco a poco, Glenn y Misty van quedándose sin locaciones. No les gusta repetir. Los primeros días del mes se dedican a hacer una lista con los lugares que les faltan por visitar, pero la cosa cada vez se pone más difícil. Están quebrándose la cabeza cuando Glenn recibe la llamada.

Trevor ha muerto.

Misty tiene una crisis. Quería mucho al niño pues, a diferencia de la madre y los otros hermanos de Glenn, el pequeño había quedado prendado de ella casi desde el primer instante. La simpatía fue mutua. Jugaban, se gastaban bromas y, para Navidad, Misty le llevaba regalos o se los mandaba con Glenn. La noticia la pone enferma y no puede acompañar a Glenn. Debe quedarse en Massachusetts.

Cuando Glenn llega, encuentra a su madre destrozada. La pobre mujer nunca volverá a pronunciar una sola palabra en los pocos meses que le quedan. Alternará periodos de matarse de hambre y de comer todo lo que le pongan enfrente, incluidos detergente, legía y pegamento. Todos los hermanos de Glenn se suicidarán tarde o temprano. Algunos, tan solo unas semanas después; otros, décadas más tarde. Ninguno volverá a ir a la Iglesia.

Pasado el funeral, Glenn se queda unos días en casa y va enterándose de cómo fue el asunto. Le cuentan que un día, sin más, el pequeño Trevor empieza a caminar dormido. Cada que tiene uno de estos episodios se comporta de manera extraña: lo encuentran en la azotea de la casa murmurando cosas incomprensibles a la luna llena; lo alcanzan mientras se aleja calle abajo en dirección al bosque; lo descubren en la mesa del comedor llenando páginas y páginas con extraños garabatos. Ese sonambulismo se vuelve cosa habitual. Le ponen protecciones a la cama, pues no quieren amarrarlo. Lo llevan al psicólogo, al psiquiatra y hasta al exorcista. Como las protecciones no sirven de nada terminan atándolo, pero se hace tanto daño que pronto retiran la medida. Cierran el cuarto con llave. A medianoche oyen unos golpes sordos en la pared y lo encuentran dándose de topes contra el muro. Otro día descubren que ha saltado por la ventana; lo ven irse calle abajo, arrastrando la pierna izquierda. Se ha dislocado el tobillo.

Se turnan para quedarse con él todas las noches. A uno de los hermanos lo vence el sueño; cuando abre los ojos, Trevor se ha ido. Despierta a los demás y juntos salen a buscarlo. No lo encuentran. No está en la azotea aullándole a la luna, ni en el comedor dibujando garabatos, ni se le ve calle abajo.

Se adentran en el bosque. Ruidos salvajes, carnosos, húmedos anticipan lo que pronto verán: cinco lobos con los hocicos ensangrentados, ocupados en desgarrar un cadáver. Retroceden, aterrados. Alguien sale corriendo y vuelve con un arma. Dispara al aire para ahuyentar a las bestias. Sobre la hierba, un cuerpecillo macilento e irreconocible; las vísceras de fuera, la faz del cráneo limpia —casi resplandeciente— a fuerza de lengüetazos.

Los hermanos y la madre no quieren aceptar lo que evidentemente sucedió hasta que encuentran pedazos de la ropa del niño, incluidos los calcetines. Son los favoritos de Trevor, unos que Misty le regaló.

Aquello desata el colapso de la familia.

Glenn regresa enojado. Sabe a la perfección cual será la próxima locación que visitará con Misty. Lo ha pensado durante todo el camino. Lo ha pensado con el mismo furor erótico con el que piensa en Misty, aunque con mucho más rencor. O quizás no. Es decir, quizás no con más rencor. Porque a veces desea tanto a Misty, la adora tanto, la necesita tanto que siente que, en realidad, la odia. Y lo doblega el peso de todo lo que le ha entregado, de todo lo que la ha dejado hacer.

La facultad de música, con sus salones, auditorios y cubículos ya la habían explotado al máximo. Sin embargo, habían dejado fuera un lugar. Si antes habían respetado ese tipo de sitios, ya no más. Glenn decide que lo harán en la capilla misma de la facultad. Está furioso con Dios y lo considera una venganza justa. Misty está de acuerdo. Pocas cosas le causan tanta aversión a Dios como el sexo que Él mismo ha creado; pues bien, perpetrarán ese acto pecaminoso bajo sus mismas narices, durante toda una noche y con el mayor escándalo posible. Piensan que será fácil burlar al viejo, sordo y casi ciego Mr. Collins, el velador que lleva cuidando la facultad por más de treinta años.

Pero Dios tiene un as bajo la manga. Él siempre tiene uno y no solo uno sino tantos como quiera. Como dueño del juego puede saltarse todas las reglas que desee, aunque es bien sabido que le gusta más saltárselas para provocar desgracias que para arreglar problemas.

La mañana del día que Glenn y Misty destinan para su venganza, el viejo Marcus Collins, aquejado desde hacía años por el nunca superado suicidio de su hijo y por unas voces que cada vez se vuelven más violentas e insistentes, toma una decisión. Ese es el día en el que, emulando al joven Christopher Collins, balanceará la punta de los pies por encima del suelo de la cocina. Como Mr. Collins ha sido un empleado ejemplar y un compañero servicial, apreciado por igual por maestros y alumnos, el director Rudes ordena cerrar la facultad dos horas antes del horario habitual. Así, quienes lo deseen podrán ir a presentar sus respetos.

Exactamente a las ocho con tres minutos, Glenn y Misty se hallan en la banqueta. Acaba de expulsarlos el joven sucesor de Mr. Collins, del que no conocen ni el nombre. Sus planes quedaron hechos añicos, desparramados en el suelo junto con su libido.

—¿Y ahora qué? —pregunta Misty.

—Pues, supongo que hasta aquí llegamos…

—¡Oh, por favor, Glenn! ¿Tan rápido te darás por vencido?

—¡Maldito Collins! ¿Por qué justamente hoy?

—Hay que volver a entrar…

—Pero ¿cómo?

—¿Yo qué sé, Glenn? Hay que pensar en algo. Es un guardia, no una máquina de matar, ni siquiera es un maldito policía.

Los ojos de Misty se encienden con cada palabra. Se acerca a Glenn y lo rodea con los brazos.

—¿Vas a dejar que esto nos detenga, nene?

Glenn se arma de valor.

—Muy bien, nena —dice y le da un beso corto, sonoro y húmedo—. Esto es lo que haremos…


A veces, durante el sexo, a Glenn lo acometen unos flashazos desconcertantes. Ve madrugadas silenciosas en las que un monstruo vela su sueño; ve parques con niños; ve a Trevor que se tiende sobre la hierba de un bosque nocturno. Con los ojos cubiertos como por un velillo blancuzco, Trevor comienza a manotear y patalear. Y algo, o quizás alguien, se inclina sobre él y le devora el rostro.

Durante estos “ataques”, Glenn tiene la certeza de que todas las imágenes pertenecen a su vida. Una vez que se han esfumado, ya no está tan seguro: le parece que más bien son invenciones de su cerebro, jugarretas extrañas de su mente por las que algún día deberá consultar un doctor.

La capilla está en el último piso, en el tercero. El ascensor no funciona así que suben las escaleras a grandes zancadas y dando tumbos. Corren como si hiciera falta, como si alguien fuera a perseguirlos.

Misty enciende la linterna de su teléfono para alumbrar la cerradura. El manojo de llaves que acaban de quitarle al guardia muerto tintinea entre las manos de Glenn. Él debe agacharse un par de veces a recogerlas de los pies de Misty y advierte que sus tenis blancos están moteados de unas diminutas manchas oscuras. Prueba una llave tras otra hasta dar con la indicada. Entran besándose. Las llaves, al estrellarse contra el piso, hacen un barullo como de cristales y luego un eco que dura varios segundos. En la penumbra, que huele a flores, madera y humo de velas, Misty da un salto y rodea con sus piernas la cintura de Glenn; se aferra con tal fuerza que a él le duele la cadera. Glenn le pone las manos en el trasero y siente la tela tensa y algo rasposa de los jeans; recorre así el pasillo entero, guiado por la luz entre amarilla y anaranjada que, desde el estacionamiento dos pisos abajo, alcanza a colarse por el rosetón central. Arroja a Misty sobre los escalones del altar; se saca la playera y ella se abalanza para desabrocharle el cinto y luego el pantalón. Un relámpago ilumina la capilla. Glenn encuentra los hipnóticos ojos de Misty mirándolo desde abajo. Un trueno cimbra los vitrales. Le sigue una lluvia densa. No violenta, sino densa. Misty succiona, insaciable y a Glenn se le empieza a ir la vida. Igual que la vida de Trevor y la de todos sus otros hermanos.

Quizás, después de todo, no eran jugarretas de su mente.

Con cada embestida, Glenn recuerda el clack del estuche del violín contra la cabeza del nuevo Mr. Collins. Aunque en realidad fueron varios clack.

Misty gime y él piensa en el primer golpe, ese que aturdió y desconcertó al nuevo Collins.

Otro gemido. El segundo clack fue mucho más contundente. El nuevo Mr. Collins dio tres pasos hacia atrás, echando mano del poco equilibrio que le quedaba, como un hippie en monociclo cruzando la cuerda floja durante un terremoto.

Ahora, más que un gemido es casi un grito. Recuerda el estuche doblándose; fue ahí cuando supo que su improvisada arma ya no resistiría mucho, y que el siguiente golpe tenía que ser el bueno.

Misty gruñe y jadea, se retuerce, mueve la pelvis con la violencia de un poseso al que le enseñan la cruz; Glenn recuerda cómo sujetó el estuche con las dos manos y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del nuevo y falso Mr. Collins.

El hombre puso los ojos en blanco —igual que Misty, ahora, en medio del orgasmo—, le sangraba la nariz y la cabeza y su camisa estaba empapada —igual que Glenn, ahora, empapado en los fluidos de Misty— de círculos rojo oscuro.

«¿Por qué la dejé hacer eso?» se pregunta Glenn.

Hincada sobre los escalones del altar, de espaldas a él, Misty se le ofrece. No, no: se le ofrenda.

Glenn la sujeta del cabello y la penetra una vez más. Aumenta el vaivén de sus caderas y se percata de otra cosa: Misty tiene un tamaño gigantesco, descomunal. Es como si fuera mucho más grande que él. Y el goce también es más grande. Y piensa que es por eso, por este goce demoníaco, que la dejó hacer todo lo que la dejó hacer.

A veces Glenn consigue recordar cosas de Misty que no le gustan demasiado. Por ejemplo, que nunca duerma después del sexo, o que se quede mirándolo parada al lado de la cama. Tampoco le gusta cuando lo obliga a ir al parque y sentarse en un banco durante horas para observar a los niños. Y no, ella no los mira con instinto maternal. Tampoco es eso otro en lo que están pensando. Lo de Misty es diferente.

Tuve una amiga que tenía una rosticería. Cocinaba los mejores pollos del vecindario. Luego le dio cáncer y ahora debemos conformarnos con esa basura que venden en KFC. El punto es que había un gato en el barrio, no uno simpático sino todo lo contrario: le faltaba un trozo de oreja y un ojo y del que sí tenía le manaba un líquido verdoso mezclado con sangre. No te daban ganas de alimentarlo, mucho menos de acariciarlo; no era agradable tenerlo de visita en tu casa. Cuando al mediodía los pollos, ensartados por el cuello y el culo, comenzaban a girar en el rosticero y a gotear grasa —nunca olvidaré ese tsssssss que sonaba como la última queja del pollo, se avivaba el fuego y al vecindario lo invadía un olor delicioso que se colaba allá donde estuvieras. Podías estar cagando o en pleno coito y las tripas te comenzaban a gruñir. Y el gato, claro, se ponía como loco. Su dueño era un viejo tacaño que se alimentaba de frijoles enlatados y nunca compraba pollo, pero el animal enloquecía a tal grado que no le quedaba más remedio que dejarlo salir. Así que el gato iba, se sentaba sobre la banqueta y veía girar los pollos; quizás hasta se los imaginaba felices, sonriendo como niños en un carrusel. Se quedaba como hipnotizado y le salía del hocico un hilo de baba que llegaba hasta el suelo, pero que no se rompía. Verlo provocaba una mezcla de miedo, morbo y repulsión. A veces se salía con la suya y obtenía un pedazo de carne, pero nunca le bastaba; enseguida volvía a su posición inicial y contemplaba, con su asqueroso único ojo, el girar de las aves.

Misty y el gato de la rosticería se parecen mucho. En el instante final, con la bruma del placer disipándose y con la verdadera Misty delante de sus ojos, Glenn se dará cuenta de eso y también se dará cuenta de que él se parece mucho a aquellos pollos. Aunque ya será demasiado tarde.


A eso de las doce, el hermano de Ronnie pasa por la facultad a dejarle la cena y lo encuentra rígido, con la cabeza destrozada. Llama a la policía. Un agente no tarda en aparecer y descubre un camino de huellas de sangre. El camino lo lleva hasta la capilla. El agente saca el arma y abre la puerta. Está oscuro, le resulta imposible encontrar el interruptor. ¿Y qué es eso que impide que la luz pase a través del rosetón al centro del altar?

El agente saca la linterna.

Algo, semejante a una mujer, pero gigantesca, descomunal, flota a tres metros del suelo. Está de espaldas, con la cabeza girada ciento ochenta grados. Ha empezado a devorar a un hombre; ya va llegando al cuello. Pese a todo, el cuerpo decapitado persiste en sus frenéticos movimientos. No son espasmos de un cadáver, son… El agente no lo puede creer, pero es como si ese casi muerto quisiera copular, o seguir copulando, con la hembra monstruosa.

Y ella, o eso, lanza un chillido. Un espeso hilo de baba y sangre le cuelga de la boca.

Mira al agente.

«¡Jesús!» dice él. Y sale, azotando la puerta.


El agente, visiblemente perturbado, es enviado a valoración médica. Un equipo de unos cinco hombres acaba de entrar. Se dispersan por la capilla. A pesar de que ninguno ha creído la historia de su compañero, o al menos dicen no creerla, prestan especial atención a las paredes y la bóveda. No encuentran nada.

Hasta que uno descubre que algo se mueve entre las bancas, se arrastra sobre los reclinatorios.

Sacan a Misty desnuda, tiritando de miedo y frío. La cubren con una manta y la llevan hasta una ambulancia. Ella se finge asustada, herida, en shock. Es capaz de sentir en su interior los huevecillos incubándose. Incluso percibe que, los huevos ya formados —igual y como lo hicieran antes con Trevor—, comienzan a nutrirse de Glenn.


Sobre el autor

Ulises Hernández

Licenciado en Música por la Universidad de Guanajuato (México). Cuando no está detrás de algún instrumento de percusión, aporrea rítmicamente el teclado del ordenador. Desde finales de 2022 es tallerista de El Sur taller literario dirigido por Alejandro Baravalle, donde sigue aprendiendo sobre el arte de escribir.

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