Guillermo Franco

Ilustración: @fermarcan.art

Los niños agarraban grandes puñados de tierra y formaban muñecos que luego pateaban para divertirse, lo que salpicaban se les pegaba por la cara y en contacto con el sudor formaba un lodo aguachento que escurría por la comisura de sus labios, hasta entrar en sus bocas. Elías miraba todo esto con las manos pegadas a la costura de sus pantalones, podía sentir como las bacterias se abalanzaban hacia su rostro y penetraban por sus poros, una vez dentro solo podría sacárselas arrancándose la piel. Pero su mamá se lo reprocharía y como castigo tendría que arrodillarse en gruesos granos de sal, hasta que aprendiera que no debía lastimarse a sí mismo.

          Su madre estaba en un banco, charlando con una vecina, su boca se movía como una medusa mientras nadaba y el cigarrillo que colgaba entre sus dedos le estaba por quemar la mano. Debía alejarse ahora que podía, revisó una vez más que los botones de su camisa estuvieran alineados con el cierre de su pantalón y caminó; tenía que haber aunque sea una cosa que estuviera libre de bacterias y con la que pudiera jugar.

          Recorrió el parque para ver si encontraba algún otro niño medianamente cuerdo, ya le urgía socializar aunque él no se diese cuenta, estaba harto de rascar las costuras del pantalón mientras esperaba a que la hora del paseo se terminase. 

          — ¡Hey! Vení —le dijo un niño sentado en la arena.

          Alrededor las otras criaturas corrían y saltaban. El niño en la arena mascaba una flor silvestre y miraba muy a lo lejos.

          — Acércate más que tengo que decirte algo— le dijo el niño, aunque no había dejado de mascar la flor cuando habló-. Lo único limpio en todo este parque son las flores que están a nuestro alrededor.

          Eran flores redondas, con muchas semillas voladoras que se desprendían con la más leve brisa; eran como ojos cuyas pestañas les salieran de la misma córnea y lo que hacían era vigilar todo el parque.

          — Si comés una de estas flores ya no vas a estar solo, pequeño Elías. Son dulces como el algodón de azúcar y se deshacen en tu boca cuando tocan tu lengua. ¿No ves que tu amigo comió tantas que tiene la barriga inflada?

          Detrás de la oreja del niño que seguía mascando las flores, salió una pequeña mariquita zumbadora que se posó en la flor que le quedaba más cerca. Elías se acercó para verla mejor: tenía alas rojas moteadas de negro, antenas largas y peludas que se enroscaban en las puntas y una boca grande, que al sonreír mostraba una hilera ingente de dientes blancos. Guiñó un ojo y se posó en la oreja de Elías, susurró e hizo que a Elías se le relajaran los músculos, le dijo que ya era hora de volver a casa.

          Elías regresó solo a su casa, con la mariquita posada en el lóbulo de su oreja; su madre estaba tirada en el sofá, con el vómito cayéndole de la boca en un goteo intermitente. Enseguida le agarraron las ganas de llorar, mamá siempre estaba de esa forma, por lo que suponía que era normal que una señora de esa edad se bebiera una botella tras otra hasta desmayarse; igualmente el llanto le brotaba a borbotones.

          — Hay algo que siempre lo purifica todo, pequeño Elías. No es el agua ni el jabón, no es el aire que llena tus pulmones. Entonces, ¿qué es?- le preguntó la mariquita.

          Elías caminó hasta la cocina, abrió las hornallas y el espeso y dulce aroma del gas empezó a inundar la casa. Se sentó a esperar en el jardín mientras la mariquita fue adentro, luego pudo apreciar los diferentes colores del fuego y el chisporroteo de la madera que sonaba a pororo recién hecho. Se durmió al calor de las llamas que aleteaban a unos metros, el aroma a carne asada lo reconfortó.

          Cuando se hizo de día y el sueño abandonó su cabeza, Elías estaba rodeado de otros niños con pijamas color verde pálido. Su cama era una de las tantas que formaban hileras largas en un gran pabellón. Dentro de su oído, la mariquita se reía con estruendo y pasaba su negra lengua por sus labios.

          — Invitale tus dulces a tus amigos, que no pasen hambre— le dijo la mariquita.

          No había ningún adulto cerca, el edificio parecía colmado solo de menores, aunque él sabía que estarían retozando en sus piezas individuales. Ese era el lugar a donde iban los niños que ya no tenían padres, era mejor de lo que se pudiese imaginar. Salió al jardín y estaba repleto de las flores redondas y peludas, sostuvo una en su mano y la sopló, los pelitos revolotearon y los otros niños trataron de agarrarlos con la lengua, como si fuesen copos de nieve. El que lograba dar con uno sentía el estallido de mil sabores en la boca, las pupilas se le agrandaban y salivaban a cacharrata.

          — ¿Cuando voy a poder comer uno?— preguntó Elías.

          — Pronto. Cuando llegue el momento vas a poder comer todos los que quieras— le respondió la mariquita.

          Los demás niños devoraron todas las flores esparcidas por el jardín, algunos se estremecían de placer y otros daban saltos de alegría. Cuando comieron la última flor aún tenían hambre, la ansiedad se figuró en sus rostros y en filas dispersas se dirigieron a las habitaciones de los adultos.

          — ¿A dónde van? — preguntó Elías.

          — Van a saciar su hambre para después seguir jugando— respondió la mariquita.

          —¿Puedo ir yo también? —preguntó Elías.

          La mariquita negó con la cabeza y le guiñó un ojo en señal de una promesa ambigua. Desde el pabellón se podían oír los agudos gritos de las institutrices, los niños volvieron con las bocas rojas y las manos chorreantes, algunos seguían sacándose de entre las uñas los pedacitos de piel que habían quedado. Armaron una gran ronda en el jardín y uno a uno cedieron al sopor de la tarde; sus barriguitas se hincharon como el cuello de un sapo y reventaron como hongos venenosos. Las esporas de las flores se esparcieron por el aire y formaron una bruma espesa que no dejaba ver nada. La mariquita rio estruendosamente dentro del oído de Elías, y él se la sacó con un dedo.

          — ¡Hey! Casi me aplastás —dijo la mariquita.

          — ¿Ahora en dónde se supone que vamos a vivir? — preguntó Elías.

          — Podemos vivir donde queramos ¿A dónde te gustaría ir? — respondió la mariquita.

          El áspero asfalto le desgastaba las suelas. Se preguntaba cuándo sería su turno de probar una flor, no había nada que lo atajara, salvo el temor al ver los ojos verde musgo del insecto que estaban siempre alerta.

          — ¿En qué estás pensando, Elías?— preguntó la mariquita.

          — Nunca me dijiste tu nombre — respondió Elías.

          — Ya tuve tantos nombres que no me acuerdo cuál fue el primero —dijo la mariquita.

          Ahora podían caminar por el medio de la calle. Los vehículos se habían amontonado en las carreteras, pero ya nadie estaba adentro; las esporas de las flores se movían como cardúmenes de atún, en una bella danza homogénea. Del duro asfalto salieron otros insectos que lo rompieron como si fuese queso, también tenían las alas moteadas y una gran sonrisa en medio del rostro, aunque estos parecían ser sombras del original. Elías no quiso preguntar, a lo mejor eran sus hermanos; la mariquita revoloteó frente a su cara y asintió con gusto.

          — ¿Falta mucho? — preguntó Elías.

          — No, ya estamos cerca, solo un poco más-respondió la mariquita.

          Los pies ya se le habían cuarteado de tanto caminar y las medias se habían empapado de sangre, pero sabía que no podía parar. Un rostro adulto se asomó por la ventana de una casa y el terreno se vio rodeado por una nube de insectos. Mantuvo la vista al frente por las dudas.

          — Estará bien, no te preocupes —dijo la mariquita.

          El chirrido de los metales oxidados se oía desde lejos, era un sonido incompleto. Elías se dio cuenta de que era el ruido de la feria sin el griterío habitual. Los niños corrían por todos lados sin hacer ruido, con sendas sonrisas impostadas en los rostros; cada uno con más de una flor en las manos y los paladares llenos de pétalos por mascar. 

          — ¿Cómo es que no revientan? — preguntó Elías.

          — Están a punto. Pero falta mucho para llegar a la parada final. Imaginate a todos los lugares a los que podemos ir ahora, sin tener que esperar a que algún adulto te dé su aprobación.

          — Ya no puedo caminar. Me duelen mucho los pies.

          Elías estaba por llorar y, efectivamente, cada paso que daba era un chapoteo en su propia sangre.

          — No importa, si una parte de los insectos se juntan pueden formar una silla o un trono para llevarte a donde quieras. Es cuestión de que nos lo digas, al fin y al cabo sos nuestro rey ahora- le dijo la mariquita.

          — ¿Qué va a pasar cuando me vuelva un adulto?

          — Eso no va a pasar nunca, no te preocupes.

          —Sí que va a pasar, voy a crecer y las ropas que tengo ya no me van a quedar ¿Que me van a hacer entonces?

          La mariquita lo miró embelesado.

          — Eso no va a pasar nunca- respondió—. Te voy a mostrar un truco para que no te pongas triste.

          Los insectos se enlazaron entre sí y formaron una alfombra, en ella subieron a muchos niños que ya estaban con las barrigas a punto de reventar, cuando los soltaron fueron llevados por la brisa,  como globos aerostáticos a la deriva. Elías se subió a la noria y pidió al insecto que fungía de operario que pare la máquina cuando él estuviese arriba.

          — ¿No es hermoso, acaso? El rojo del fuego en un atardecer opaco.

          — Sí, supongo— contestó Elías.

          Desde la altura en la que estaban se veían los vecindarios prendidos fuego que alcanzaban el horizonte.

          —Pensé en lo que dijiste hace rato, que algún día vas a ser un adulto. Es muy triste, la verdad — dijo la mariquita.

          Elías trató de aplastarla entre el dedo índice y el pulgar, pero solo consiguió cortarse las yemas de los dedos. La mariquita lo miró con lástima.

          — ¿Esta es la última parada? —preguntó Elías.

          — Sí, me temo que sí. Me hubiese gustado que durase muchos años más. De todas formas creo que nos encontraremos otra vez- respondió la mariquita.

          — ¿En dónde? —preguntó Elías.

          — Debajo del asfalto, dónde el rojo no es ocasional sino constante.

          Elías sacó una flor de su bolsillo. Arrancó los pétalos de uno en uno y los comió como caramelos. Fue una sensación cálida la que tuvo en la boca, como si un edredón le envolviera la lengua. Los músculos se le relajaron y cayó desde lo más alto de la noria, en una espiral que en cada bucle aumentaba el calor.


Sobre el autor

Pablo Guillermo Franco Beltrán

Nacido en Ciudad del Este, Paraguay. De profesión abogado, se graduó en la Universidad Nacional de Asunción en el 2020. En el 2019 fue ganador del segundo premio del Concurso Nacional de Cuentos Cortos del Club Centenario. En el 2021 publicó en coautoría un libro de cuentos titulado “Dibujando el alma – Ha’angahai Anga”.

1 comentario en “Dandelion”

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