Kabuto

Kabuto

Andrés F. Burbano

Ilustración: @a.cristo168

Conocí al señor Tatsumaki gracias a Don Octavio que llevaba con el japonés diez años de amistad. Aunque, bueno, llamarle conocer puede ser mucho. Digamos más bien, seguí el rastro del señor Tatsumaki gracias a Don Octavio, que me dijo su ubicación y la forma en la que yo podía serle útil a su amigo. Me parece más acertado así.  Es más afín decir que Don Octavio un día me dijo: Ese talento suyo para rellenar las viñetas le puede interesar a ese japonés. Por eso se entiende que yo haya ido a la Carrera 27ª #00-28 y entonces haya tocado la puerta y preguntado por un japonés mangaka llamado Tatsumaki Shiro. Un tal Tatsumaki Shiro al que mi talento le podía interesar.

El día que fui por primera vez, una pequeña mujer japonesa me atendió por medio de la ventana. ¿Es usted el recomendado de Octavio? Y yo le contesté que sí, que en efecto era yo y que más que un recomendado de Don Octavio era un seguidor del trabajo del mangaka, al menos un conocedor de los dos capítulos de la serie que se podían descargar desde su blog. Está bien, dijo ella. Está bien y puede que sí lleguemos a un acuerdo, dijo ella en un español tan claro, que si no fuera por su aspecto físico hubiera jurado que era parida y criada en Colombia. Después abrió la puerta y pude conocer el interior del apartaestudio del señor Tatsumaki. Conocer la sala en la que se amontonaban las cajas con el manga. Conocer a la mujer japonesa que llevaba puesto un kimono pirata del centro de Cali. Y conocer, después de mucha espera, a un anciano japonés que no hablaba, pero sí que miraba y asentía con la cabeza y con el que gracias a esto pudimos acordar un salario mínimo para ayudarlo a rellenar los fondos y marcar las líneas que le faltaban a casi toda su obra.

Desde ahí me convertí en su asistente. A partir de ese momento empecé a ir todos los días a su casa a encargarme de pulir los paisajes, las armas, los fondos geométricos que su shonen proponía. Desde entonces me interesé con fervor por la saga que intentaba narrar. Por la historia en la que seis compañeros decidían atacar el centro de operaciones de unos expertos guerreros. Esto es potente, le decía a veces. Esto es maravilloso, le repetía al terminar una sesión de fondos, puro ir y venir con un lápiz y una escuadra. Pero el señor Tatsumaki siempre guardaba silencio. Aun cuando yo me extendía en elogios y le resaltaba lo humano de sus personajes, lo símil que resultaban los sucesos de la fantasía con los de la vida cotidiana, lo bien tejida que estaba la trama, el señor Tatsumaki nunca pronunciaba palabra.

Ahora que lo pienso, fue su silencio el que me hizo dudar. Fue gracias a su actitud, también, pero sobre todo por su silencio que empecé a sospechar. A cuestionarme sí todo estaba bien con un anciano japonés que se demoraba una eternidad en sentarse en un sofá. A considerar sí la dificultad para caminar y la torpeza de las articulaciones no eran una señal inequívoca de algo más, un fragmento importante del ritual, el proselitismo que le daba forma a su aura y su silencio. Ahora que lo pienso, tal vez fue eso lo que me llenó de valor o lo que le dio orden a mis excusas. Y al final, fue esto por lo que me atreví a detener mis oficios y caminar hacia él. Primero indeciso, claro, sabiéndome a pocos pasos. Pero después determinado, dispuesto a entender su estado de salud. Y entonces lo entendí. De repente fui consciente de mi ubicación espacial. El sofá de cara a la única pieza del apartaestudio. La mesa en la que dibujaba pegada a la puerta de salida. El supuesto señor Tatsumaki apoltronado aquí. Cómo un chute de adrenalina caí en cuenta de todo. Noté la diferencia entre la cosa del sofá y el japonés de la primera reunión y descubrí, entre el cuero con grietas y magulladuras y verrugas mal curadas del títere, una suerte de hilo madre al que a su vez se unían cientos, miles de hilos más.     

Por supuesto, pensé en irme. Al ver los huesos del títere supuse que eran los huesos de un esqueleto humano y me dio miedo. La verdad, es que sentí un terror el hijueputa. Pero descubrir esto también me dio una descarga de curiosidad. Sentí miedo, sí. Sentí un hormigueo que me llegaba hasta las güevas, sí. Pero también sentí un enorme deseo por seguir ese hilo madre y descubrir a donde me conducía. Me dieron ganas de entender el mecanismo que hacia levantar al falso Tatsumaki y sentarlo ahí. Por eso no me demoré mucho entre descubrir la verdad y ponerme a seguir el hilo, ponerme a rastrear eso que llegaba hasta el techo y se perdía. No me faltó gana para abrir la puerta de la única pieza del apartaestudio y encontrar ahí una explicación.

Conocí al señor Tatsumaki la vez que vine a verlo y que acordamos un precio para ayudarlo con su manga. Ahora, en esta pieza diminuta, con una cama, un nochero y una maquina hiladora, su rostro se me presentaba pálido y amarillento, pero para mal. De su estómago, abierto en canal, salían lo que parecían ser los miles de hilos que antes mencioné. De su cuerpo, tirado en la cama, era que se valía el funcionamiento del títere. En ese momento, con mi mano todavía puesta sobre la manilla, observé toda la escena y noté también que el señor Tatsumaki aún estaba vivo. De hecho, ahora me miraba. De hecho, parecía incomodo con mi visita, como si en vez de descubrir una maquina hiladora, que a su vez le arrancaba las tripas, hubiera entrado mientras el anciano se vestía o mientras se hacía una paja. Pe-perdón, tartamudee. Y entonces él aun en este escenario guardó silencio. Se limitó con simpleza a tener sus ojos sobre mí. A recordarme de nuestra única reunión.  ¿Pasa algo con el pago?, me dijo la anciana japonesa de repente. ¿Todo está bien con el dinero que nos pidió? Y entonces caí en cuenta que detrás de la hiladora estaba ella, hilando. Detrás de los hilos de piel estaba ella, asesorando la costura. Nada, le dije y volví a pedir perdón y entonces salí de la pieza y de la casa. Estaba aturdido. Caminé sin prestar atención, ni a los semáforos, ni a la gente que me empujaba y solo al llegar a mi casa pude llorar, solo después de fumarme un porro gigante pude medio entender la situación y llegué, después de dormir por varias horas, a la conclusión de seguir con mi trabajo, con mis fondos y mis líneas y dejar de preocuparme por el falso anciano sentado en el sofá.


Sobre el autor

Andrés Felipe Burbano Ibarra

Nació en Popayán, pero se crio en Piendamó. Pese a que lleva muchos años leyendo y escribiendo, no es hasta que funda la Revista Digital Aparato Nacional, en el 2019, que decide empezar a autopublicar algunos de sus cuentos. Fue a la universidad, pero un día se aburrió y la dejó.

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