Novela: Canciones Andinas

Canciones Andinas

Andrés F. Burbano

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.

José Eustacio Rivera

  1. Breves consideraciones sobre el clima colombiano

1

Estoy sentado frente a la única catedral[1] que hay en Popayán y el anciano sigue parado frente a mí. Es extraño que ahora me mire, pues no hace sino un rato que me seleccionó, pero de todas maneras yo también lo miro de vez en cuando, me rio y vuelvo a escribir. Es agradable estar aquí sentado frente a él. El aire que ambos respiramos es el que podríamos denominar típico de la ciudad, con un viento ligeramente frio, causante o cómplice de la pesadez general y un sol picante que, si te da directo en la cara, pronto pareciera que te empieza a sofreír. Bueno, sofreír tal vez sea exagerado. La verdad es que es un clima perfecto si se está bajo un árbol. Yo lo estoy, él no. Llevo una hora aquí sentado y lo único que he logrado anotar durante todo este tiempo es aspectos generales de los personajes sobre los que intento hablar. Es decir, un circulo grande dentro del que guardo el nombre del personaje o los datos generales de él, personaje Mamá, personaje Familiar Mecánico, Personaje X y unas cuantas líneas con las que sugiero, algunas veces, tal vez en reducidas veces, fragmentos de conversaciones, gustos, peculiaridades y hasta prendas de vestir. Mi cuaderno está plagado de estos círculos con patas. Algunas veces no son círculos, sino rombos o cuadrados. De vez en cuando las patas son rayones en zigzag, pezuñas o líneas de color.

Son las 11:20 de la mañana y las palomas de la catedral bajan de vez en vez, se confunden con el anciano y luego vuelven a subir a sus lugares llevando en sus picos maíz que los niños o los vendedores del maíz les tiran. Lo cierto es que también hay algunos adultos y ancianos tirándoles, pero son tan pocos, que los anulo por excepción. Lo que sí abunda son mujeres gordas cruzadas de brazos que supervisan el juego de sus niños y los regañan aleatoriamente o les piden que no se tiren al piso o no se muevan de un lugar. Es obvio que su mayor preocupación es el anciano borracho que se inclina hacia atrás, pero se sostiene. Es claro que ninguna de ellas dejaría que sus hijos y sus hijas se acerquen a él. Respiro. Siento el frio andino de la ciudad en mi rostro. Pienso: Si yo tuviera un hijo, si pudiera siquiera tener, también evitaría que se le acercara. En fin, detrás del anciano, la catedral. Entre el anciano y la estatua del sabio Caldas, yo y los demás. Hace unos años, cuando recién llegué a la ciudad, los ancianos que venían al Caldas eran señores godos de baja estatura que se sentaban frente de la Alcaldía o la Gobernación. Hoy siguen existiendo, pero ya son pocos. Miro a la izquierda y veo poca gente caminar hacia los Anarcos. Volteo a la derecha y hay unos tipos vendiendo globos y un hombre recostado sobre lo que un poeta regular llamó La nariz de Popayán. Quisiera irme ahora, pero me gusta escribir. Dejo de hacerlo por intervalos para pegarme un plon.

12:05 pm. Suena mi celular.

—Aló, ¿Dónde estás?

—En el Caldas, esperándote.

Cuelgo y empiezo a caminar hacia la facultad de humanidades. Un pequeño claustro en el centro de la ciudad, con una iglesia al lado. Al entrar noto que los vigilantes son nuevos, que incluso llevan chaquetas de una empresa privada diferente, pero al saludarlos simplemente me abren la reja y me dejan pasar. Gracias vigi, digo. Decir que Humanas tiene una iglesia al lado es una estupidez, un error, una ligereza de alguien que no sepa percibir bien el espacio. En realidad, la edificación es mitad la iglesia y mitad la facultad. Lo que significa que no están inconexas o que una está al lado de la otra. Lo más acertado sería decir que están yuxtapuestas, que ambas se tragan mutuamente, se conflictúan. Que tanto el lado A, como el lado B de la estructura comparten los huesos, el cemento. Si se lo piensa detenidamente hasta resulta patético. Tanto aquí, como allá, la fe y la irracionalidad pueden llegar a reinar. Así son las cosas: La iglesia es como un tumor de la estructura. La facultad no es su cura, más bien es su placebo.

Miro a Jaguar sentado en el mismo pasillo de siempre y me alegro de encontrarlo aquí. Nos saludamos y antes de decir algo más nos intercambiamos un billete de dos mil y un porro. A su aspecto, de común tan optimista, hoy se le suma el aura de una alegría rebosante que parece querer compartir. Me quedo mirándolo por un rato y mirándolo me siento a su lado, mientras su quijada defectuosa se inclina hacia la derecha y él se la ajusta sin dejar de sonreír. De sonreír o de hacer esa mueca deforme que se reacomoda, que vuelve a poner en su lugar.

—¿Por qué no estabas acá en Humanidades?

—No, pensé en ir a pegarlo afuera, mientras respiraba un poco.

Por un momento me limito a sacar la pipa y escuchar a Jaguar hablar de sus últimos días, alternados entre su novia y la universidad, más su novia, que la universidad, más su novia que la propia tesis, mientras el frio de la ciudad, retenido por las paredes de Humanidades, me refrescan el cuerpo y me relajan hasta el punto de hacerme pensar que soy un caparazón cóncavo repleto de aire. Entonces suspiro o “dreno presión”. Me reincorporo en el suelo, en el que me he desparramado. Me rasco la cara.

Hoy he decidido almorzar con Jaguar y luego viajar hasta el pueblo con él. Fumamos por un rato. Escuchamos Alcolirykoz en un celular. Dejamos la facultad y caminamos por el centro hasta salir de él, rumbo a la galería del barrio Bolívar.

7:45 pm. Sentados sobre un morro, en nuestro pueblo, mientras debajo de nosotros, en un barrio recién construido, con una carretera recién construida, un grupo de niños juega futbol. Un cigarrillo para Jaguar. Un porro para mí. Hace tiempo que la felicidad se ha transformado en Jaguar en estimulación para su inteligencia y la conversación ha devenido en datos curiosos sobre el movimiento eléctrico francés o las vidas alternas, digamos capitalo-sovieticas, de Bertolt Brecht. Debajo de nosotros el partido, que se divide en un equipo de tres y un equipo de cuatro, en el que el cuarto excedente es un niño pequeño, casi un bebé, que ellos ganaron por un gol, también ha cambiado desde que estamos aquí. No solo por el nuevo integrante, que además ni toca la pelota, sino también por la gran versatilidad que ha demostrado una de las jugadoras del primer equipo. El equipo de tres hace gol y tres de los cuatro recogen el balón y dicen enojados: Ah, ¿si vez?, yo te dije que la cubrieras, que la atacaras, tenés que defender.  La niña y sus compañeros celebran eufóricos y excesivos. ¿Qué tengo para mencionar? Me quedo pensando en nada, escuchando la voz de Jaguar que arma palabras, mientras mis oídos las fraccionan. Intento prestar más atención, pero termino confundido por la bulla de los niños que piden cubrir, atacar, defender, no ser empujados, esperarse a que fulanito se ponga la chancla. Me rio del cuadro y le digo a Jaguar que no lo escucho muy bien. Jaguar se ríe y me dice que él a mí tampoco. ¿Qué horas son?  Me miro las manos y noto lo trabado que estoy. Me rasco la cara y le digo ¿Querés un plon? El ruido de la noche, de los grillos, se escucha a nuestro lado. Apago el porro con la suela del zapato. Detallo la pelota y la calle, las casas y el alumbrado del barrio. Me sorprendo del trabajo recién realizado, de lo bonito que puede ser el progreso si es reducido. Me quedo pensando, mirando al cielo. Pendiente también de la luna arriba y de la pelota abajo, que supera, por ratos unas piedras-portería. Quisiera quedarme así, pero Piendamó me lo impide. De repente la bulla se corta y de una de las casas sale un hombre gordo, un pozo séptico a punta de estallar. La secuencia es: Un grito para uno de los niños. Seis más que salen a correr. El espanto del gritado, qué con las manos en el pecho y olvidando el balón, corre hacia la masa. Los tartamudeos y las réplicas inútiles mientras el hombre le dice: ¡¿A qué hora fue que te dije que te tenías que entrar?! Las cortinas de una casa colombiana que enmarcan a un niño que se defiende de las patadas de su papá. Las piedras que sirven como porterías, idiotizadas en el asfalto.

2

Vivo en el barrio Lomas de Cartagena, en una habitación más o menos grande, desde la que se alcanza a ver una cancha de microfútbol y bajo ella unas columnas de casas blancas que ya serian propiamente la ciudad. Todas las mañanas, al preparar el desayuno, desde otra de las ventanas de esta misma casa, pero en el segundo piso, alcanzo a ver a los carretilleros con sus carretillas y a los ñeros con sus maletines que salen del barrio Alfonso López, rodeando las faldas del cerro de Belén. Esta mañana, en efecto, los veo rodear, a algunos con sus niños pequeños o sus esposas y a otros con sus parceros o sobre sus burras[2] y mientras los veo hierve el agua del café y esperando me fumo cinco, seis plones de la pipa. Por supuesto, además de mirar por la ventana, de mirar o de pendular, al caso, con la traba lo mismo, también me dedico a escuchar un podcast desde mi celular y a reírme a carcajadas mientras intento memorizar algunos de los chistes que cuentan en él: Después de unos años de uribismo ¿Qué pesa más? ¿Una remesa colombiana o una familia de venezolanos? ¿Por qué la selección de futbol vietnamita no es la mejor del mundo? Por qué el futbol no es un deporte subterráneo ¿Si fueras una mujer tumaqueña o juarense, quien estaría dispuesto a recibir más golpes en la mejilla, tú o Jesucristo? ¿Se han dado cuenta de que ahora hay muchas siglas en la comunidad LGBTTI? Resulta que es T de transexual y T de transgénero. Y nosotros nos preguntamos: ¿En qué se diferencian tantos trans? En el barrio en el que trabajan. Y así, chistes por el estilo que yo escucho recostado sobre la nevera, mientras las ollas o el contenido dentro de ellas, empieza a agitarse y terminar de cocerse, hervir, sofreír, etc.

Ahora estoy desayunando. Como tranquilo mientras miro un video en el celular y contesto mensajes en la parte superior de la pantalla. Durante un rato me entretengo tanto contestando, que olvido la consistencia de la comida que tengo en la boca y cuando de repente vuelvo a ella, encuentro el huevo viscoso y con algunos grumos apenas disimulados por la neutralidad del arroz. Una sensación (¿Cómo decirlo?) entre consistente y babosa, que por supuesto no me gusta para nada y por lo tanto me hace tragar entero y tomar unos cuantos sorbos de café. En la pantalla del celular, Rada sigue preguntándome si tengo tiempo para acompañarlo a Piendamó. Si es así, dice, alístese para pasar por usted en la moto. Claro, le digo. Aunque debido a lo inminente del mediodía le pregunto si también me va a gastar el almuerzo. Rada dice: Sí, maricón, pero cuando volvamos. Entonces me rio. Dale, pues, caé, que me voy a alistar.

Termino de comer y bajo a mi habitación a la que solo entro para sacar el cepillo y la crema dental. Luego camino hasta el baño público y en el trayecto toco una de las puertas de la casa, en la habitación donde vive uno de los estudiantes de mi misma facultad. Al hacerlo no escucho sino el eco de mis golpes que se pierde entre las cosas. Pienso: Ya debe de estar en humanidades. Sigo al baño y cierro la puerta.

Pongo música en el celular y durante la primera canción me limito a cepillarme recostado sobre la pared. Recostado aquí caigo en cuenta que desde hace rato que los tiempos para hacer las cosas se han ido acoplando (a veces incluso, con afanes) a los tiempos de las canciones o de los videos en internet. Ahora mismo, por ejemplo, esta canción de rap es el tiempo que tengo para cepillarme. Hace 10 minutos, el tiempo para desayunar me lo cronometró (de eso soy consciente ahora, claro) otro video publicado en un perfil de una red social… también en mi celular. Es automático. Automático y monótono, pienso como sobre mi propia consciencia, como una voz (yo) que está sobre la voz (yo) principal. Zarandeo el cepillo entre mis dientes. Sigue sonando la música y mi pensamiento queda suspendido, hasta que me viene a la mente un fragmento de Cien años de soledad. Úrsula al quedar ciega puede saber dónde se pierden las cosas por qué se ha acostumbrado a los hábitos de los demás. Tocan la puerta. Me asomo y veo la silueta de Rada esperándome.

Salimos de Popayán por la carretera a Cali, rumbo a Piendamó. Mientras avanzamos por la carretera Rada va contándome que es lo que tiene que ir a hacer a mi pueblo y entre que me cuenta y me contextualiza, también me pregunta cómo es que estoy acá. ¿Por qué estabas hoy acá en Popayán? La carretera está vacía, poco transitada, algo extraño por la hora que es, pero mantenemos el ritmo hasta pasar por el Parque Industrial. Aquí le digo: No, llegué en la mañana, como a las seis. Y él: ¿Ah sí? Y yo: Mjm. No me extiendo demasiado y me enfoco más bien en estar pendiente de que no haya ningún reten, algún grupo de cuatro o seis policías[3] que por lo general siempre se quedan en la recta de esta carretera y como no los veo y como Rada tampoco los ve, seguimos nuestro camino confiados, pero alertas. Alertas hasta que parece cierto que ningún tombo va a venir y solo hay motoratones con sus cascos engarzados al codo, que avanzan confiados y busetas intermunicipales o de la ciudad que se combinan con otros carros particulares. Estos hijueputas no vienen, le digo a Rada. Y entonces Rada frena la moto y nos metemos por una pequeña carretera destapada hasta un potrero que conocemos de siempre.

Nos bajamos de la moto.

— ¿Y por qué tenés que ir a ver a esa señora, ve? —pregunto.

— Nos contrató para que le haga algunos arreglos en un Chalé —contesta Rada.

— ¿Y sabias que ella fue la que vió la virgen?  

— No –se ríe. —pero me imagino que gracias a eso le debe ir bien. El contrato es bueno.  

— No, no — me rio. —en realidad puede que la virgen la haya dañado con su radiación. —Rada me pregunta a que me refiero y yo le digo que, si vamos a su casa, ya lo verá.

Toco el pasto y me limpio en él. Abajo las vacas siguen pastando, mascando atontadas mientras se miran, nos miran, miran nada. Rada está a mi lado prendiendo el porro, con la punta que tiene el filtro sostenida levemente con los dedos, y con la otra mano encendida que se acerca despacio. Su técnica es infalible. La acerca la candela lo suficiente para quemar la punta del porro, este porro cuya punta es negra, ceniza calcinada que de todas maneras le ayuda con la combustión, para a continuación apagar y dedicarse a darle soplidos profundos al papel. Dos soplidos que encienden la yerba y que él sopla desde afuera, directamente sobre la punta del calor, para que no se apague. Ya está encendido.

3[4]

En 1971 una niña de aproximados once o nueve años a la que llamaremos La Niña, mientras caminaba por entre los arbustos de un riachuelo que había en el trayecto que de Piendamó conecta con Morales y que era su casa, el riachuelo debajo de su casa, tuvo de repente una visión de una mujer joven, pero pequeña, “enana”, casi de la estatura de ella, aunque en realidad con una proporción del cuerpo que no tienen los enanos, que entre los arboles del bosque que le servían de motor y bombeo al escupitajo de agua, le decía: Hola, Niña, soy yo, María, la madre de Dios. Al principio, la niña dudó de sus visiones, acostumbrada a ser engañada por el monte, pero pronto entendió que la debilidad repentina en las piernas, que antes había familiarizado al terror y que ahora le daba paz, euforia, tranquilidad, provenía de aquella mujer pequeña cuyos ojos abiertos y en estado de perpetua atención se le clavaban justo por encima de su mirada. Es hermosa, dijo. Nunca volveré a ver algo así. Al entender su lugar en lo que estaba ocurriendo La Niña se quedó quieta, sostenida a un árbol, disfrutando de María, de su presencia, hasta que pareció agotarse y perderse entre los árboles y los morales. Eso fue todo. Al subir las escaleras de barro, con un balde en la mano y una sonrisa en el rostro, La Niña entró a su casa y se lo contó a su mamá: Ole, mamita, he visto a la virgen. Lo demás todo el mundo lo puede corroborar. “Su mamá corrió ante el cura del pueblo y le contó el milagro con pelos y señales, talvez con algunas añadiduras guiadas por la fe”[5]. El cura entonces la acompañó hasta su casita, un pequeño rancho de una familia de veleros y luego de hacerle algunas preguntas a la niña sobre facciones, resplandor, acento y altura de la virgen, lo creyó. Al día siguiente envió una carta al Arzobispo Monseñor Mendoza de Popayán y a los días ya se sabía del milagro en todo el país y posteriormente en una buena parte del mundo católico. El ranchito se convirtió en una casa templo, al lado de una capilla. El riachuelo en un tanque cerrado con mangueras que alimenta no Dios, sino el acueducto municipal. A un costado del sitio de peregrinaje se encuentra una virgen de tamaño infantil que encerrada en una jaula de pájaro parece mirar un tanque en el que cuando yo era niño me podía bañar y dependiendo de la concurrencia robarme las monedas del fondo donde los sapos hacían su hábitat con ellas.

—Buenas tardes —dice Rada. —habla con Rafael, el hijo de don Jorge. Sí, si señora, ya estoy aquí. Sí, claro. ¿Me dice que barrio es? Barrio (Me dice el barrio, yo asiento con la cabeza.) Sí, si señora, si puedo llegar. (Le toco el hombro y le señalo la dirección, Rada sigue hablando por celular) Listo, entonces ya nos vemos mi señora, si señora, bueno… hasta luego. (Rada cuelga el celular). Ja, marica, esa señora habla despacito, pero se le entiende todo. ¿Será su poder?

Se pone el casco y empieza a andar. Solo hace un momento estábamos frente al parque central del pueblo, justo al borde de la carretera que entra al pueblo por la vía a Popayán y ahora pasamos Pollo al limón y la estación del ferrocarril, avanzamos por el Barrio Sagrada Familia y volvemos a salir a la panamericana. Atrás hemos dejado negocios de motos y ferreterías, peluquerías y panaderías, puntos de lotería y recargas, un puteadero y algunas farmacias. Todos estos negocios aparecen y desaparecen, se cambian de sitio y hasta se alternan los locales con el pasar del tiempo, menos el puteadero. Es por aquí, le digo a Rada señalando hacia la izquierda. Cruzamos la calle y avanzamos.  Más adelante se levanta el casco y dice: Ahh, ¿es por acá?  Esto es la vía a Morales, por acá se da la vuelta cuando a los indígenas de La María les da por tapar, ¿no? Y yo le confirmo con la cabeza. Sí, sí, le digo, por acá se da la vuelta.

Siento el rostro frio por tanto viento golpeándolo durante el viaje. Bajo la visera del casco y avanzamos trabados y a buena velocidad. Más adelante dejamos de seguir la carretera y desviamos por una destapada que hay al borde de la principal. Descendemos por este camino de barro y piedra y llegamos a un barrio que tiene una carretera que parece una calcomanía de pavimento. El sol le pega y brilla. Reducimos la velocidad y miramos las placas de las direcciones en las casas, justo al lado de las puertas, hasta que Rada encuentra la correcta. Nos bajamos de la moto y Rada se acerca a la puerta. Le da tres golpes y luego dice: Mm, aquí está el timbre y entonces repite la secuencia. Le da tres timbronazos. Me mira con ojos vidriosos y tristes.

— ¿Estás bien?

—Sí, marica, pero creo que me marié, es que ish, que traba en esa moto.

Se abre la puerta. Rada se voltea y mira a la señora que yo reconozco, es La Niña, y entonces de inmediato parece recobrar el ánimo y la voluntad sobre su cuerpo. Buenas tardes señora, ¿Cómo está?, Bien, bien, ¿Cómo me le va? Bien, mi amigo… (Me incorpora a la conversación… o lo intenta) Buenas tardes, ¿Qué tal? Ella sonríe y vuelve a él. Soy el hijo de Jorge, vengo por lo del garaje… (Rada suele hacer esto, les miente a los clientes de su papá para alargar la conversación). El chalé, rectifica. ¡Ah!, sí, sí, (jaja) el chalé, dice, que pena. No, no, se ríe ella también. Nos invita a seguir. 

Extiende el brazo, con el que sostiene la puerta y la empuja con cuidado hacia la misma dirección del brazo con el que sostiene: La derecha. Rada que tiene mejor visión del suceso es el primero en ver por completo la sala de su casa y ahora no la mira a ella, sino que mira el interior, lo analiza.  Mientras él se queda estático yo aprovecho y avanzo hasta dónde está y me hago a su lado. Vamos, pues, le digo. La Niña ha abierto la puerta lo suficiente para que yo también pueda ver, reconociendo vírgenes de varios tamaños en portarretratos igual de variados, pero ella no se ha quitado de en medio, sino que sigue ahí, extendida sosteniendo la puerta. Tomo la iniciativa y doy un paso adelante y escucho a mi lado como también los zapatos de Rada empiezan a desplazarse. No más al hacer esto La Niña se corre y nos deja entrar, no sin antes hacer una escena caricaturesca en la que se suelta del borde izquierdo de la puerta, justo de cara a las bisagras en donde se apoya y da la impresión de estar batallando con el objeto de metal, pues se levanta como una hoja de papel sola y delicada y se va con la lata en la otra dirección. Bien pueda sigan.

Pasamos la mencionada sala, al tiempo que vamos dejando atrás la primera habitación de su casa, a la izquierda, la segunda, igual, la tercera, que es un espacio más reducido y es un baño, igual también; a la derecha solo pared y portarretratos. Pasamos tres sillones viejos de una tela gruesa que parece como si estuvieran inflados o más bien inflamados, a punto de estallar por los resortes. Pasamos los diez sillones nuevos que ya no tienen esa forma ovalada de los anteriores sino cuadrada-rectangular. Quisiera saber la razón por la que la Niña ha mantenido a los ancianos aquí, en especial si tiene a estos otros más modernos y cómodos, pero la pregunta sería extraña de hacer y además ella se adelanta en hablarnos. Dice:

— ¿Y ustedes llevan mucho tiempo trabajando en esto?

—Si señora —Dice Rada. —Mi papá hizo este negocio hace mucho, cuando yo nací ya llevaba 2 años, yo soy del 96.

—¿Y él también trabaja? —Pregunta ella.

—No, —dice Rada sonriéndole. —él me vino a acompañar, pues.

—Ah, qué bien, —comenta. — ¿Y habían venido al santuario antes, alguna vez?

No, no señora, dice Rada apenado y La Niña le dice que no se preocupe, que ahora que ya está acá puede ir, que incluso lo tiene demasiado cerca y se dedica a hablar del milagro como si fuera las características de una nueva freidora de aire. Rada, fiel creyente, parece un cliente persuadido.

En fin, terminamos la sala y vemos una escalera de aluminio plegable que corta el camino. Justo desde aquí se alcanza a ver hacia atrás un mesón de cocina, una nevera. Si volvemos sobre nuestros pasos notamos las estatuillas de perros de distintas razas que sirven para evitar que las puertas de las piezas se cierren.

Subimos. Rada primero y luego la Niña a la que ayudamos a subir. El Chalé es un amplio espacio de la casa que parece ocupar una cuarta parte de la misma. Aquí hay colchonetas viejas que se apilan en orden en una esquina. Al lado tienen dos botiquines de acero, pintados de rojo, con una cruz en el centro, en claro estado de oxidación. Al lado de ellos están unas cajas grandes en donde venían televisores y que ahora ocupan para guardar ropa y unas telas verdes y azules muy gruesas. Todas las cajas tienen nombres: Arrayan, Bello Horizonte, Diviso, Mango, Pinar, Esmeralda, Lorena, María, Palomera, Tejares, Media Loma, Melcho, Octavio, San Isidro, San Miguel, Santa Elena, Independencia.  Yo, que soy de aquí, reconozco los nombres: Son veredas del pueblo. Me acerco más a ellas y las cuento mientras mi compañero y la Niña se desplazan al fondo, por el ancho espacio del Chalé en el que ya no hay nada más. Ellos resuenan sus zapatos sobre la madera polvorienta y yo intuyo que la tela gruesa es la “pared” que ponen en algunas canchas de vereda para las misas. Tal vez al fondo de las mismas cajas haya cuerdas y algunas tarjetas de santos que son el premio y el reconocimiento para los que se encargan de subirse a las vigas, cruzar la tela, asegurarse que no se venga abajo. Eso me parece coherente, pero… ¿Y la ropa? Tos. Por un rato me quedo aquí parado, alejado de la Niña y de Rada, dedicado a mirar las cajas, mientras lo alterno con breves ojeadas al celular en el que contesto mensajes, pero poco a poco me empiezo a aburrir. Rada parece aún muy ocupado, pues ya incluso ha sacado su libreta y lapicero y escucha con atención a la Niña que le da indicaciones. Yo, mientras tanto, solo chateo. Le escribo a B y le digo que sigo en Piendamó (Le había dicho que venía, pero no que volví a la ciudad y regresé otra vez). La invito a vernos mañana. Ella me dice que puede ser, siempre es una incógnita. Le digo que puedo ir a su casa luego de la universidad, cuando termine las clases. Me pregunta eso cual hora es. Yo le digo, 4:30-6:00. Ella me dice que entonces me guardará algo que la mamá nos preparó. B me gusta, por eso mi corazón palpita más rápido cuando la leo. No le contesto más.

Sigo utilizando el celular hasta que Rada se me acerca y me dice entre susurros que por qué no bajo y le echo un ojito a la moto. Ni siquiera había caído en cuenta de que entramos y no traíamos los cascos. Le miro el cuerpo y miro el mío y no tengo ni el recuerdo de donde los puse o de donde están. Le digo, Si, parce, de una. Le pregunto por los cascos. Por eso, dice, yo no me acuerdo. Y se ríe. Continua: Menos mal que nos echamos gotas antes de venir. Me rio. Bobo hijueputa, le digo. Me guardo el celular en el bolsillo y me excuso con la Niña pidiéndole que por favor me preste el baño.

4[6]

La Niña me sorprendió con su respuesta. Me dijo que el baño estaba al fondo, luego de la cocina, entre la puerta que conecta con la huerta y unas escaleras. Luego me mencionó que ahí mismo, en ese baño, había una jaula con pájaros, pero que no me asustara. Me sorprendió porque vi un baño al entrar y pensé que ese era el de las visitas. Aun así, no le dije nada y bajé del Chalé, pasé hasta el fondo, donde antes había visto la cocina y la nevera y llegué hasta este escalón en el que empieza un piso de tablilla en la que alguien pintó una virgen a lo largo y casi ancho de toda la madera. Como es de suponer, partes de su cuerpo no se ven por las cosas que hay encima, pero sí se divisa algo del rostro de la virgen y un ojo que parece mirar arriba y abajo por la forma tan mala en la que está pintado.  Es gorda y con una rara enfermedad en la esclerótica o en el iris.  

Al llegar aquí puedo ver por primera vez el baño. Pongo un pie sobre la madera y esta cruje. Camino hacia la derecha, rumbo a mi destino y mientras lo hago dejo atrás la ropa colgada en un nailon y la lavadora con detergente y límpido a medio usar. Veo que al final del piso hay una pared, también de madera, que tiene tres ventanas y una puerta de plástico: Detrás de ellas está la huerta. Sigo y al entrar no escucho a ningún pájaro hacer ningún ruido, pero me sorprende que el tamaño de este baño, es casi el mismo de una habitación de la casa donde vivo. Un sitio amplio, repleto de baldosa, que con una ventana larga y delga no permite iluminar por completo el interior, sino que se conforma con una línea amarillenta en la pared que apenas si logra rebotar con los colores de la losa. En el mejor de los casos, tenues lucecitas moradas, verdosas, amarillentas, blancuzcas qué varían, dependiendo de la hora y qué no pueden invadir por completo la oscuridad.

Enciendo el bombillo.

Esto hace que los pájaros empiecen a trinar detrás de una cortina, al fondo. La adrenalina invade mi cuerpo y en un acto fugaz avanzo hasta el inodoro.  

Miro memes en el celular.

El retrete es blanco por fuera, pero en su interior tiene un color verde mate que en algunas partes no parece mate sino fosforescente. Veo la mierda irse con el remolino. Luego miro hacia la cortina de la ducha en la que sé que hay detrás jaulas con pájaros. Pájaros que “pian” como si gritaran. Pájaros a los que les escucho mover las patas y aletear con fuerza. Lo pienso por un momento y me animo, avanzo hasta la cortina y la corro. Deslizo y me encuentro con una buena cantidad de periquitos australianos… 9, 12, 17 periquitos, todos metidos en una jaula gigante que ocupa todo este espacio y que es tan grande que incluso a la pared le han volado la ducha para que quepa. Es enorme. Tienen muchos lugares para hacerse, casitas y nidos de distintos materiales y aun así los pericos se mantienen juntos. ¿Ya lo estaban antes de encender la luz o se han aglutinado al ver la iluminación? Pienso: Estas no son aves curiosas, sino aterrorizadas, animales desesperados por hablar. Intento comprenderlos. ¡Sh!, ¡sh!, les hago, intentando calmarlos. Pongo mi mano sobre el acero como para dárselos a entender. Es inútil. Gracias a esto la locura los invade. Sus intentos aumentan y sus cuerpos parecen inflarse más y más y más y decir más y más. Pero no, no pueden. Con movimientos torpes y sin poder volar los pericos se mueven de un lado a otro, pero siempre alejados de mi mano. Me da miedo y tristeza. No sé si piden ayuda o me complacen. ¿Por qué los tienen aquí encerrados?, me pregunto. Veo sus alas pulidas al ras y me embeleso con sus colores: blanco con azul celeste, verde con amarillo y puntos negros, solo amarillo, blanco y gris. No aguanto más. Corro la cortina y al salir no dejo la luz encendida.

Salgo del baño. Al tocar la madera titubeo. Pienso en La Niña. Pienso en ellos y en la luz y como se encendieron y apagaron con ella. Pienso que se callan, pero no se separan. Ahora sé que sería un buen momento para que aparezca el hijo de esta señora, un tipo de mi edad con síndrome de Down, que cuando yo era pequeño iba a la casa de mi abuelo e intentaba jugar con nosotros. Intentaba, pues no nos gustaba por brusco y baboso. Baboso tal cual, se acercaba corriendo y escurriéndola. Pienso: Que aparezca este hijueputa, para que Rada lo vea y nos podamos burlar. Para decirle a Rada: Los noviazgos que comienzan en una discoteca son como los bebés con síndrome de down, puede que duren, pero no te ilusiones.  Respiro profundo y me relajo. Me toco los bolsillos buscando la pipa.

Cruzo la escalera y las poltronas. Veo hacia el baño diminuto y hacia las piezas y al llegar a la última, ahí está. El Pug que sostiene la puerta es solo el inicio a las muletas, sillas, camisetas, sacos, yesos de piernas, yesos de brazos, almohadas, vírgenes puestas aquí y allá. Al fondo la foto del hijo adoptivo colgada en la pared con un lazo negro grabado en una esquina. No necesito más para darme cuenta de la gravedad: La fotografía está editada, el traje que tiene encima fue añadido desde el computador, incluso el maquillaje del rostro y la perfección de los detalles. Además, también hay una virgen en la edición y un niño Jesús muy hermoso con unas coronas de flores en las manos y unos trajes que descuelgan hasta los pies de la virgen. Mi corazón palpita más rápido. Siento como si estuviera mirando hacia abajo desde un sitio alto, como si el piso se moviera y mi cuerpo me avisara de que la caída puede llegar en cualquier momento. La fotografía está editada y él está vestido como si estuviera enviándole una hoja de vida[7] a Dios. En la pared muchas hojas de papel tienen algo escrito. Pongo dos pasos dentro de la habitación y me esfuerzo por leer rápido, antes de que alguien se acerque.  Son agradecimientos, acompañantes de las cosas que ocupan todo este espacio y aquello no tiene nada que ver con la fotografía enmarcada, sino con un milagro, un favor, una vuelta que se logró gracias a que La Niña tuvo una alucinación.

Abro la puerta y me doy cuenta de lo pesada que es. Al salir de la casa veo los cascos sobre la moto y a un lado de esta: Unos niños jugando con una pelota, tres niñas sentadas en el andén jugando con unos muñecos, señores con la ropa sucia que pasan. Me relajo ahora que ya sé que los cascos están ahí, aunque en realidad no me sorprende. Son en realidad inútiles, cascaras de huevo que al accidentarnos se abrirían más fácil y rápido que nuestros cráneos.

*

Ha pasado bastante tiempo. Sigo sentado en la moto. Menos mal en el cielo hay nubes grisáceas que tapan el sol. Hasta ahora he caído en cuenta de que los grupos de niños son en realidad uno solo y que, si bien hay unos con una pelota de plástico en la carretera y otros sentados jugando con muñecos en el andén, las niñas y los niños de ambos grupos intercalan sus puestos e incluso absorben al otro según qué motivantes, según qué intereses surgen. Los que juegan con la pelota juegan al meleo. Uno de ellos tiene la pelota, mientras es atacado por el resto, los cuales se turnan y hacen espacio, atacan en conjunto o hacen pequeñas estrategias. Cuando aquello sale bien, lleva a que el juego se vuelva un círculo vicioso en el que en verdad nadie tiene el balón. Solo una zona acordonada en la que aparatos móviles golpean un esfero. Aun así, hace un rato, una de las niñas al chocar la pelota en el andén, abandonó el soldado-muñeco que tenía en las manos, lo tiró en medio de la escena que representaban y salió con la pelota. Entonces otro niño aprovechó para descansar en el espacio que dejó. Alguna de las niñas del andén le gritó: ¡ay no, Dayana, así no juega más! Otro de los niños, que iba a salir detrás de ella, se detuvo a medio camino y volviendo sobre sus pasos, apoyó la queja.

Los que juegan en el andén juegan a la familia, a la empresa, a la plaza de mercado, a la bicicleteria incluso. Los muñecos son el avatar de cada persona que los sostiene. Me impresiona la velocidad con la que se aburren de un juego y saltan a otro. Es normal que cada rol sea producto de acciones que tienen memorizadas, de sucesos que perciben como propios de estos momentos: Lo que debería pasar, lo que deberían decirse, como debería de ser X situación. Lo que me causa más interés no son sus papás, sus mamás, sus familiares mayores, sus adultos referentes, sus actores y actrices de la televisión, sino la forma en la que representan a los misak. Guambiano, dice una, vendé papa. Dejá más barato. Cux pelao, dice. Si ella supiera hablar el idioma, no diría esto en español. El resto del grupo que representan Misaks o Nasas, tampoco. Igual, en esta plaza hay de todo. Papas, zanahoria y arroz de bulto hechos de piedra. Y también costales para el mineral. Y algún par de guambianas, representadas por una rubia flacuchenta y sonriente con un muñeco amarrado a la espalda.

Los miro, pero abren la puerta y entonces vuelvo a enfocarme en la entrada de la casa de La Niña. Es Rada. Veo como me mira y se voltea para despedirse, decir que volverá pronto, hacer todo el protocolo que ya está acostumbrado a realizar. Los niños del andén empiezan a subir la voz y parecen estar negociando los precios de las piedras. Todos pidiendo su rebaja o intentando persuadir al vendedor, mientras yo no quito la mirada de Rada y la puerta y el cuerpo a medias de la señora. Yo también estoy cumpliendo un protocolo. Esperar el momento en el que me toque levantar la mano y sonreír, decir “Hasta luego, señora, que esté bien”. Cuando por fin pasa y se cierra la puerta, Rada baja los escalones y al llegar se alegra de ver los cascos. Para que vea, papi, en este pueblo somos honrados, le digo y él se ríe: En este pueblo no hay ladrones. Me levanto y espero a que él se suba para yo subirme atrás. Rada se pone el casco y me pasa el mío. Cuando me estoy por subir veo como uno de los muñecos-niña empieza a golpear a otro muñeco-niña con total impunidad. Golpes que debido a la falta de articulación de los juguetes solo van en línea recta hacia delante. Golpes que parecen ser el inicio de un ritual. ¿No estaban era negociando productos? Rada los mira, sorprendido por la algarabía, pero el que entiende el contexto soy yo. Yo, que en realidad no entiendo una mierda. Yo, que veo como todo es interrumpido por otro muñeco-niño y dos muñecos-niña más, que se meten para frenar la golpiza, como una danza. Pero entonces: No, no, dice la golpeada, dejar que marido pegue. Y luego, abalanzándose sobre el muñeco-niña golpeador, como suplicándole: Namerú puch, dame mananak. Aré pinshito bru[8]. Y los niños hacen una sola gran risa.

5[9]

Pese a que esta clase se llama Fenomenología y Hermenéutica el profesor que la dicta tiene fama de dedicarse en su mayoría a Husserl y muy poco a Heidegger, pues el primero es su maestría, su doctorado, su especialidad. Los rumores dicen que esto lo ha llevado a ser uno de los más renombrados académicos sobre el tema de la fenomenología en Colombia y aunque yo no tengo manera de corroborar esto, al parecer su promoción de foros e invitación a estos, está entre los más altos de la universidad. Siguiendo esta línea el profesor no solo estudia su tema aquí (junto con 6 estudiantes de su semillero), sino que adema hace reuniones nacionales y panamericanas con otros profesores y otros semilleros que hablan del mismo tema o de temas a fin: Sartre, Lévinas. Ahora mismo, en esta clase, estamos viendo la definición que a la Enciclopedia Británica hizo Husserl sobre la fenomenología. En realidad, llevamos tres clases en esto. Comenzamos la sesión a las 2 con el profesor hablando de la epojé, exponiendo sus consideraciones sobre el mundo de la vida, repitiendo las formas y las palabras de sesiones pasadas, pasadas no ahora sino hace 3, 5, 10 años y en el momento de clímax la clase se vuelve una conversación tartamuda entre los estudiantes y él. Es fácil. Se trata de ver las consideraciones que tenemos de este lado, frente a las que él ya se sabe de memoria. Si no lo repetimos al pie, al menos que le atinemos a “lo importante”, al valor en sí, digamos y entonces no habrá sido en vano el tiempo que el profesor gastó rayando por completo el tablero.

Con respecto a la calidad de la mnemotecnia debo decir esta no solo la tiene aquí, sino que, basándonos en sus palabras, es transversal a todas las materias que dicta y a toda su obra escrita. Obra escrita, que, por supuesto, junto a sus títulos de posgrado le da un buen sueldo en esta universidad. Aunque bueno… obra escrita y universidad van de la mano, casi son lo mismo. La editorial institucional es la que lo publica. Aquí sus libros más importantes (también las cátedras y otras clases que dicta) son sobre fenomenología y cine, fenomenología y Lévinas, fenomenología y cuadros de pintura (esto último, por supuesto, refrito de Foucault y amalgama conceptual). Él habla al frente y yo pienso: Precio de un libro sobre cine del profesor, donde me vende el cuento de que está interpretando mientras hace análisis culos, forzados, redundantes de películas colombianas 45.000 pesos. Precio de una novela de segunda de Heinrich Boll y una copia pirata de Las palabras y las cosas en el centro de Popayán 25.000. Mmm…

Saco mi celular del maletín para ver la hora: 3:38 pm. Pienso esperar hasta las 4 pm. El profesor sigue frente al tablero rayando, mientras intenta explicarle a un compañero que hoy está preguntón. Pese a que no es un estudiante brillante, mi compañero es bastante participativo. Si tiene un interés en algo, ese interés se sostiene hasta que logra desnutrir las ideas. Desnutrirlas es esencial para luego usarlas como soporte de las suyas. Por ejemplo: El men no entiende la fenomenología en clase, por eso mismo el profesor tiene que rayar y ser paciente, pero por fuera de esta catedra y esta cháchara, es fenomenólogo o al menos aprendiz de fenomenólogo. Algo así como un fenomenólogo mitad taita andino, impulsor de un concepto-aporte a la filosofía latinoamericana (a la filosofía latinoamericana como corriente, no como producto del continente), con algo que a su vez involucra a Aníbal Quijano y Enrique Dusell y Emmanuel Lévinas y Fernando Gonzales y por alguna extraña razón también a un fantasma, un autor que viene y va sin aparecer en la bibliografía. Esto, como se esperaría de un profesor, con una tradición conceptualmente occidental, es un desagrado, aunque se esfuerza por tolerarlo. Se esfuerza por no dejarse llevar de algo que a ratos parecieran vivas provocaciones. Es que también el parcero…En clase cree que la epojé es una suerte de súper poder que hace hablar a las cosas y obvio que esto hace irritar al viejo. Uno lo ve que se le hinchan los ojitos, al marica. Unas escenas súper divertidas, pero inofensivas: una pelea de inválidos. Al final, mi compañero por fuera sigue pensando igual, con la diferencia de que se siente más confiado de citar el eslabón perdido de su tesis, un autor que ahí sí que colmaría los nervios del profesor de Fenomenología y hermenéutica: Carlos Castaneda.

Salgo del salón.

Ahora estoy en el pasillo del segundo piso del segundo patio y voy hacia el pasillo del segundo piso del primero, donde la gente se sienta en el suelo o se recuestan sobre las barandas de madera. Lo llamamos: El aeropuerto. Al llegar veo al frente, hacia la oficina del FEU[10] y hacia los 201, 202 y 203 que están ocupados.  Aquí cruzo a la derecha. A mi alrededor hay estudiantes de varios programas, incluso de otras facultades, incluso gente que ni estudia y todos están pegándolo o reunidos fumando cigarro o rotándose una botella de chirrincho, guarapo, Ron Jamaica mientras hablan mierda. A algunos los conozco y me les acerco, les estiro el puño. A otros no los conozco, pero igual también los saludo. Otros solo me ven pasar. Otros ni me determinan. Son poco más de las 4:20 y por eso la gente empieza a llegar y la algarabía se empieza a apoderar del pasillo de lado a lado. Descuelgo el maletín y me recuesto sobre la pared. Mi pipa es solo una pequeña contribución al humero general. Un ente nebuloso que se extiende y conquista el aire de todo el piso y logra influir en las clases del frente y hasta hace cerrar las puertas de los salones. Salones ingenuos que piensan que la marihuana ahora si no entra, por cordialidad.

Recargo la pipa. Me quedo contemplando la marihuana en el cristal. Me pego los plones hasta que no hay más que ceniza. Saco mi celular y le envío un mensaje a B para que esté pendiente de mí. Ya voy para allá, le digo. Vale, sí, dice y al lado un emoticón. Le pegó un soplido a la pipa y la ceniza sale compacta en una bola. Recargo otra vez. Vuelvo a prender y quemar. Salgo de Humanidades.  

Tomo la ruta 5 de Pubenza LTDA. Gracias a que la buseta está casi vacía puedo sentarme solo y abrir la ventana para que mi ropa respire mejor el pisquero. Las cuatro personas que conté al entrar están entretenidas en lo suyo y al igual que yo han optado por sentarse separadas ya que existe esta opción. Respiro profundo y dejo que mi cuerpo disfrute de la elevación, mientras observo perros callejeros y borrachos durmiendo sentados en el Parque del Barrio Bolívar y la buseta frena y avanza según el ritmo del trancón, que a su vez depende del semáforo de la esquina. A la izquierda el parque del Bolívar, a la derecha la galería del Bolívar. Afuera caballos amarrados a carros con bultos, que descansan parados, como parados están los bultos sobre las carretillas y en el piso, en fila india. Dos cosas, pienso. Una sirve para transportar y la otra para delimitar la chorrera de gente que en desbandada circula por todas partes y que solo dejan espacio por entre los indigentes, que son como piedras en el rio. Este es solo el trayecto a la casa de B. Aquí la buseta se empezará a llenar y lo hará lo máximo posible, mientras sube por el Belalcázar y pasa por el round-point. En esta ocasión, mi ventana no es la única abierta y esto facilita que el aire se condense aquí y circule por entre nosotros, los que estamos sentados y los que ocupan el pasillo sostenidos a las barandas. Todos estamos en lo nuestro, mientras llegamos a la variante. Y así la buseta acelera y parecemos flotar, como si estuviéramos dentro de una casetera que cae al vacío.    

Veo el conjunto residencial a lo lejos.

Las personas que ocupaban el espacio de la buseta se han ido bajando hasta que volvemos a estar el mismo número de personas que al principio, pero distintas. Me levanto de la silla y me columpio por las barandas hasta llegar al botón rojo que hay en las entradas. Lo apreto. Un pito suena en la cabina del conductor. Este detiene la buseta y abre la puerta. Camino por la acera del conjunto residencial, mientras la buseta sigue su vuelta por la variante. Buenas… ¿A quién necesita? Necesito a B. Ya la llamo. Si, señorita, B, (¿Con quién?) Con F. Si, con F.  Otro vigilante me abre la reja gigante mientras el otro me despide. Todo bien, vigi, le dijo. Sizas, todo bien. Camino dejando atrás un edifico recién construido y otro que poco a poco se empieza a habitar y las primeras cuadras de casas también aparecen y sigo por entre ellas.

Ella parece haber estado esperándome, pues no más al verme empieza a caminar hacia mí. Tiene puesto un vestido floreado que cubre hasta la parte superior de sus botas, un saco delgado que le hace juego con el tinte de su cabello y además hoy decidió no ponerse las gafas. Hola, dice. Hola, le digo y no me acerco. Ella levanta la mano, la baja y entonces se acerca. Me da un beso, entre el labio y la mejilla. ¿Cómo estás? Bien… No me deja terminar. Vamos, acompañáme. Y entonces la sigo de vuelta: Los vigilantes, la acera… Ahora la variante, dos montañas verdes a lado y lado de una carretera. Nosotros juntos, caminando por los desagües.

Pese a que he intentado comenzar una conversación ella impuso un silencio que ahora ella misma rompe. Me cuenta que está leyendo Me llamo Rojo. Reflexiona sobre la forma en la que el escritor expone la evolución de la Ilustración en la novela y esto se presta para hablar también de nosotros. De nosotros, los colombianos. Y la forma en la que llegamos a ciertos conocimientos o que adquirimos la dimensión de ciertos temas. Al parecer este libro la ha motivado a estudiar mucho, pues conecta ambas ideas y se extiende a hablar de nuestra historia y de artículos o PDF’s que encontró.  Y entonces vuelve una y otra vez a hablar de los ilustradores. He estado todo el día metida en internet, dice. Intenta explicarme las características del trazo de los venecianos y los orientales (de los cuales descargó imágenes que me muestra en su celular) …Y yo mientras tanto, solo escucho atento, mirando de vez en cuando su oreja o su mano que se peina los cortos mechones de pelo.

Por mucho tiempo me entretengo escuchándola, pero a medida que avanzamos me empiezo a preocupar por la dirección en la que vamos. Quiero preguntárselo, pero no quiero interrumpirla. Ella parece adivinar esto en mis gestos y me lo dice. Detiene su conversación, me mira a los ojos y: Vamos al barrio de acá arriba a traer un trip. Yo la miro y me embeleso con su belleza. La tomo con una mano de la cadera y ella se deja venir hacia mí. Nos juntamos en un beso. Ella me toca el rostro y me da una leve caricia. Acá tengo yerba, le digo, nos armamos un porro ahora. Vuelve para darme un pico. Se suelta y sigue hablando. Por fin hay algo más que montañas y pinos. Casas empiezan a vislumbrarse de nuestro lado de la carretera. Casas, letreros de minutos, alguna calcomanía en las tiendas de Coca-Cola, Pepsi, Frutiño. Y justo en toda la subida pavimentada, que da inicio al barrio, una persona con un saco gigante, subida en una moto. Es ese marica, dice ella y sale a correr. Yo sigo mi ritmo, pateando con el empeine piedras o basura que voy encontrándome. Levanto la vista y ya la moto se aleja[11].


[1] Cuando levantaron los escombros se encontraron con dos hombres pálidos y monos que tenían los ojos bien abiertos e inundados de lágrimas. Al principio pensaron que la parte izquierda de la cúpula, que les había caído encima, era la causa de su muerte, pero en la autopsia no tardaron en descubrir que la verdadera causa era suicidio y que ambos hombres habían ingerido altas dosis de cianuro. Dentro de sus pertenencias personales encontraron un número considerable de cedulas, al parecer todas falsas, que tenían sus fotografías y diferentes nombres, fechas de nacimiento y nacionalidad. También se encontraron dos diarios, uno de cada uno, una pistola parabellum y una Sauer 38H, además de sus maletas donde guardaban dos uniformes militares, muy deteriorados, de la segunda guerra mundial. Después de analizarlos por un lapso de tiempo muy corto los bomberos sacaron sus cuerpos y los pusieron en la interminable fila de cadáveres que rodeaba al parque Caldas. Al parecer los dos hombres habían arribado a Popayán el 29 de marzo de 1983 y de inmediato se habían hospedado en el hotel Caldas, el hotel al lado de la catedral de la ciudad. Hablaban un español rustico, un español de diccionario, y siempre estaban ansiosos y alertas. Pese a los intentos, poco creíbles, del recepcionista por ser amable, los hombres solo se limitaban a susurrar saludos, despedidas y precios, mientras se la pasaban sentados en las bancas del parque fumando un cigarrillo tras otro y silbando, indistintamente, música de Wagner. Sus cuerpos fueron enviados a la capital junto con todo lo que encontraron con ellos.  Ambos diarios comenzaban el 11 de diciembre de 1941 y terminaban el 8 de mayo de 1945. Había apuntes matemáticos y dibujos de algo que parecía encogerse en Europa y el mar que defendía Japón. Las páginas correspondientes al 30 de abril, al 7 y 6 de mayo, estaban arrugadas como si les hubiera caído encima agua (o lágrimas). 

[2] Expresión que dependiendo del contexto nacional puede tener diferente acepción: En este caso, una burra es algo que sí se monta, pero no es un ser vivo: Es una bicicleta.

[3] Con respecto a la llevada de los cadáveres y los diarios a Bogotá es necesario resaltar el poco sentido de la intimidad o respeto a la intimidad que tuvieron los forenses, los policías, los civiles que trabajaban en la morgue con estos muertos. La primera noche, por ejemplo, mientras en la capital apenas sí se tenía en cuenta lo ocurrido en Popayán (en este lapso de tiempo, claro, pues más adelante no solo Bogotá, sino todo el país se interesaría en “ayudar a reconstruir” la ciudad católica pintada de blanco), los policías que los recibieron y los forenses que los acostaron, abrieron y analizaron, no se dedicaron a otra cosa más que a mirar el diario de uno de ellos, al que llamaremos Adam Jakov (Nombre sacado de las diversas cedulas). Fascinados por sus anotaciones, los policías y los forenses, se compartían sus consideraciones o esos rasgos que entre las hojas a otro se le pasaban por alto, mientras pensaban que podían encontrar puentes entre los cuerpos putrefactos de las latas y los pedazos de papel. Claro, lo que más los impresionaba era la imposibilidad de entender el idioma en el que estaba escrito el diario. No bastó si no esto para que ellos supieran que las razones que habían llevado a estos hombres a morir no podían ser catalogadas de “caso general”. Dijeron: Es que al final, no los mató el terremoto.

A la mañana siguiente, un médico de mayor grado en el instituto, que, ante las incapacidades ya mencionadas, fue llamado y persuadido por los forenses anteriores para que les serviría de traductor, se dedicó a contarles impresionado lo que ellos ya de cierta manera intuían. Adam Krämer, nombre real del difunto, había nacido y crecido en Berlín y en el verano del 39 aplaudido el poderío alemán. En el 40 se enlistó en él, fascinado por la humillación a los franceses y en el 41 empezó este diario, considerando que la declaración de guerra de los alemanes a los Estados unidos, desde su perspectiva, era algo que no apresurado se atrevía a llamar una estupidez del führer: “No deberíamos estar apoyando a esos enanos amarillos que viven en casas de papel”. El lector atento ya sabrá que lloró al líder del Reich cuando murió. Otro de los datos que el medico traductor notó, pero que no le dijo a los demás, que ya a estas alturas estaban embelesados en suposiciones, fue que lo lloró en una habitación destruida por la metralla desde la que veía soviéticos caminar (avanzar) por su ciudad natal. Krämer supo con verlos que estaban ahí para ajustar cuentas. Supo que si no se iba ellos casi harían lo mismo con él, que otros como él les habían hecho a ellos.

[4] Kramer peleó en el frente Oriental al enlistarse en la Wehrmacht, pese a que su mayor anhelo era recorrer las calles de Paris con su uniforme y ver como esa miseria a la que habían condenado a su familia ahora se les devolvía a los franceses. Vivía una ilusión. Su padre, veterano de la Gran Guerra, se encargó de incubar en su hijo este odio para que, en caso de que algún día pasara esto, entonces el joven Adam tuviera razones para apretar el gatillo, golpear los cuerpos, cerrar las puertas, sonreír. Tal vez esa xenofobia cultivada por años fue lo que llevó a que Kramer sintiera tanta excitación al saber que sus compatriotas habían logrado pasar con sus tanques por zonas por las que nadie, nunca, lo habría pensado y que además estos no solo habían logrado pasar por en medio de las raíces de los arboles gigantes, sino que se reían de la Línea Maginot y ya estaban en París, simulando ser amigos y no jefes del Encargado. El mismo día en el que los periódicos berlineses informaron del suceso y alentaron a seguir creyendo en el Tercer Reich fue cuando llegó a su casa y le dijo a su papá de su nuevo sueño, de su nueva vocación. Al escucharlo, el anciano lloró desconsolado, pero feliz. Al día siguiente el hijo del panadero Kramer se enlistó. Pasó casi dos años como soldado en la ciudad, entrenando y viviendo a las afueras de Berlín, visitando a su familia en ocasiones, preparándose sin saber para algo de lo que cada vez se hablaba más. Entonces una mañana le dijeron ya es hora y en menos de una semana era parte de las tropas que patrullaban Varsovia. Con el tiempo se le informó que ahora hacia parte de la séptima división de la 16ava brigada y así dejó los patrullajes por Polonia para pasar a los patrullajes por las primeras localidades de la URSS.

[5] Botero, Alejandro. Historia de la Virgen del Rosario. Palabras textuales de una velera. Piendamó, 2009. Colegio Intermunicipal de Piedra Blanca. Aclaración: La frase que aquí se cita es recogida por el estudiante Alejandro Botero para una crónica estudiantil entre marzo y abril del 2009. La mujer de la que trata la crónica es una velera que lleva trabajando veinte años afuera del santuario Nuestra señora del Rosario. Si he decidido recogerlo aquí ha sido también para tener la excusa de hablar un poco de este texto. En él, Botero no solo documenta la percepción de la fe de la velera, con una descripción bastante fiel a los modismos o trabas de la entrevistada, sino que demuestra su buen trabajo de edición, para eliminar fragmentos de las conversaciones que son estancos, baches, vacíos y por el contrario resaltar algunas líneas interesantes. “Entonces sí, mijo… Han sido muchas cosas. Ahora con el presidente estamos bien. ¿No? Porque esto… puchica, esto era feo. Se metían por acá, se bañaban en el santuario. Pero también se hacía mucha plata en el pasado, lejos… gracias a Dios. Cuando el terremoto y el señor Mexicano vino a Popayán… ¿Usted sabía que también vino aquí? Cuando vino a regalarle plata a la gente por el terremoto, aquí vino y echó dólares al tanque. Pero yo ahí no vendía, ni hacia velas. Me lo contó después la niña Dorita. Pero bueno: A ella si debe conocerla bien “.  

[6] Joseph Lerman participó en la locura mucho antes que Adam Kramer porque hacia parte de las filas de los Nacional Socialistas desde que a Hitler lo encarcelaron por intentar hacer un golpe de Estado en 1926. Si bien Lerman no era de los más fieles, lo parecía, pues era habitual encontrárselo en las bibliotecas de Berlín leyendo sobre la historia de la Nación, sobre los futuros de la Nación, sobre los autores importantes de la Nación, intercalándolos a ratos con europeos, orientales, incluso norteamericanos que exaltaban cosas parecidas o que las intuían o que coqueteaban con ellas y que consideraban el espíritu de sus gentes, la belleza de su arte, la genialidad de sus construcciones y economía como pioneros de una civilización futura, magnifica, mitad magnifica y mitad necesaria. Gracias a esto, Lerman se había ganado un puesto importante entre los intelectuales del partido, que lo invitaban siempre en las fiestas a hacer parte de sus charlas sobre Ratzel, Heidegger e incluso Max Stirner. Como es de suponer, él aceptaba con gusto. Como se esperaría de una persona que se dedica a leer atentamente, Lerman demostraba ser muy hábil para la retórica y para defender cosas, que, por el contexto, que cada vez exigía más fidelidad, resultaban incomodas. Para él el fascismo era una postura intelectual. Una suerte de visión definitiva, la conclusión lógica del Espíritu Absoluto europeo, aunque también el estar-aquí de la voluntad, el aquí nos paramos y para acá vamos, aunque duela y aunque en el camino se queden cientos. El fascismo, era pues, una determinación colectivista, en la que sin embargo el canciller, más que un Dios era más bien el símbolo de una tradición que debía entregar un Imperio a las nuevas generaciones, porque se los debían desde la Gran Guerra. No obstante, cuando los rusos llegaron a Berlín sus elucubraciones intelectuales dejaron de tener valor. Igual lo encarcelaron y se lo llevaron de su país y lo fueron trasladando de un lado a otro por no caer bien, en especial por su aura altiva, que se mantenía, y terminó en los Montes Urales, ya mallugado de tantas palizas.

[7] Curriculum Vitae.

[8] Si usted llegó aquí pensando que esto es misak, usted es un muy muy mal lector (a). Saludos.

[9] (+)

[10] Federación de Estudiantes Universitarios.

[11] Cuando entraron en la habitación notaron que sobre la cama estaban tirados algunos libros, ropa, platos y cuadernos, naufragando entre la vorágine de sus cobijas y sabanas sin tender. También notaron que el lugar llevaba varios días sin barrer y que incluso había algunos cadáveres de cucarachas aplastados entre la mugre y los zapatos. Al principio, tanto Chicholis como Flecha se mantuvieron de pie, mirando al dealer que les empacaba la weed en completo silencio, delante de su mesa y la pantalla de su computador, pero pronto Flecha empezó a dar algunos pasos por la habitación y el dealer entendió esto como un reclamo. Si quieren, siéntense, dijo. No parce, así está bien, dijo Rada. ¿Sí?, dijo el dealer, intentando mirar a Flecha, pero este ni siquiera lo observaba, sino que pasaba sus ojos por las cosas como si estuviera escaneando la información del lugar para la posteridad. Sizas, se dijo a sí mismo el dealer. Si, le dijo Chicholis mirándolo y mirando el morro de yerba que este tenía detrás. Primero empacó la mitad de la bolsa, tacó bien las esquinas y quitó el aire. Luego dejó todo a un lado y tomó el mouse y cliqueó una pestaña en la pantalla y puso otra canción. ¿Les gusta el trap?, dijo. Si, parce, ¿Cómo no?, le contestó Chicholis. Jaja, sizas güevón, dijo Flecha. Al llegar aquí los invitó a un porro.


Sobre el autor

Andrés Felipe Burbano Ibarra

Nació en Popayán, pero se crio en Piendamó. Pese a que lleva muchos años leyendo y escribiendo, no es hasta que funda la Revista Digital Aparato Nacional, en el 2019, que decide empezar a autopublicar algunos de sus cuentos. Fue a la universidad, pero un día se aburrió y la dejó.

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