Morfina

Eduardo Fernández

Ilustración: @mieles.pedro

Esa música estaba muriendo / el mundo estaba muriendo.

MAURICIO REDOLÉS. El estilo de mis matemáticas. Antología.

No podía controlar las lágrimas a la hora de la cena familiar. Caían de una en una o de dos en dos, de forma pausada, un llanto tranquilo, sereno, que trataba de disimular pasando la servilleta lo más cerca posible de sus ojos. Lo extraño para cualquiera, menos para él, es que no tenía ganas de llorar. Esa escasez del sentimiento de tristeza y ese fluir de secreciones oculares (como si el organismo le jugara una broma ridícula), tenía una única razón… había pasado una semana desde el último pinchazo.

Y estaba en su memoria como si hubiese sido ayer: el cuarto, sus amigos, la polera amarrada alrededor de su antebrazo para que la vena se volviera más accesible y fija, el espeso líquido en la ampolla, la jeringa de insulina que lo succiona, la punción, la mezcla del componente con su sangre, la bienvenida de la droga a su vía intravenosa. A los pocos segundos: El intenso calor que recorre su cuerpo, el calor semejante al placer orgásmico y luego sumergirse en un estado onírico, estado que él denominaba, en una clara alusión al nombre de la sustancia, “estar en los brazos de Morfeo”.

Había pasado tiempo desde aquel momento y las señales de la abstinencia le recordaban que se había transformado en un adicto. Alternaba sus días entre el opioide y sus estudios universitarios, entre el adormilamiento de la droga y su rutina consciente. La división entre la vigilia y los sueños, que en personas normales está bien definida, en él empezaba a ser difusa: mostraba con frecuencia la incapacidad de distinguir qué hechos pertenecían a la realidad y cuáles a la fantasía.

Su acercamiento a la morfa estuvo motivado por dos variables que son comunes en la mayoría de las personas adictas: la casualidad y la curiosidad. Le parecía extraño que Javiera, su compañera de estudios, se quedara dormida en cada clase. Pero no era una razón suficiente para acercarse a establecer algún tipo de contacto. El deseo de conocerla respondía a pequeños gestos -una sonrisa, una pregunta sobre la asignatura- que él interpretó como una invitación a la amistad. Luego de dos ocasiones en donde compartieron cervezas y el gusto por el grunge noventero, Javiera le confesó que el letargo, esa estela de ensoñación que la acompañaba, ese caminar entre nubes, se debía a la morfina. La primera inyección no lo dejó satisfecho. Pidió una dosis mayor a la recomendada para los primerizos. Aunque vomitó por más de una hora, logró olvidar por el instante en que estuvo sumido en los efectos de la droga, el hecho de que podría haber tenido una cuota de responsabilidad en la muerte de su hermana pequeña.

Matías no estaba seguro de nada.

Es cierto que ese día los audífonos del estéreo le impidió escuchar con claridad la orden de ir a ver por un momento a su hermana en la bañera, pero también es cierto que se demoró demasiado en dirigirse al baño cuando, la voz desgarrada de Kurt Cobain se detuvo en sus oídos, el sonido del agua y el chapoteo desesperado de la pequeña le revelaron que podría estar ahogándose. Y que cuando lo supo, cuando tuvo la certeza de que el bebé estaba en peligro, sus pasos, de repente y sin saber el por qué, se volvieron pesados, lentos, torpes.

Se levantó antes de terminar su plato, y comentó a su madre que esa noche no iba a llegar a casa. El novio de Javiera le había informado temprano que “el señor X”, un anciano enfermo de cáncer terminal que vivía en San Felipe, por fin había recibido su medicina para aliviar el dolor asociado al tratamiento de la quimioterapia. El “señor X” era el traficante. El viejo prefería padecer el dolor de la quimio, en realidad prefería padecerlo mediante el consumo de prostitutas y whisky. Una sabia elección, pensaba Matías. Estaba seguro de que, en las mismas circunstancias, él haría lo mismo, con la diferencia de que trataría de conservar la morfina. Tomó el último metro-tren en El Belloto hacia la estación Bellavista, en Valparaíso. El plan era llegar hasta la pensión de su amiga, ubicada en la subida Ecuador, y esperar junto a ella la provisión.

El recorrido en el Metro empezó marcado por un ardor en el pecho y un leve dolor en el brazo. El vagón se encontraba vacío. Pese a que era de noche, le pareció incomprensible que no hubiera pasajeros, ni siquiera los vendedores ambulantes que trabajaban hasta tarde.  A través de los cristales, buscó a alguna persona que le confirmara que no estaba solo. No encontró a nadie. Sacó su celular del bolsillo para revisar la hora, pero se le resbaló de las manos. No lo podía sostener con firmeza. Contempló la posibilidad de encender un cigarro. La descartó. Incluso en una condición desesperada le quedaba un poco de sentido común. Pensó en su madre y en la tranquilidad con la que lo había despedido en la cena. Es curioso, se dijo, el nivel de desconocimiento que puede llegar a existir entre dos personas que conviven tanto tiempo. Como si la convivencia no fuera más que una danza de máscaras. Recordó cuando ella lo sorprendió con un paquete de jeringas nuevas en su mochila fue interrogado y le dio la torpe excusa de que las ocupaba para pintar, que le proporcionaban trazos finos que no lograba con lápices normales. Le molestó que le creyera porque siempre había sido pésimo para el dibujo. Y, en ese momento, confirmó que le podía mentir las veces que quisiera y que su mamá, lejos de representar una autoridad incuestionable, solo era una persona susceptible de ser engañada, como todas.

Un fuerte sonido en los rieles lo llevó a concentrarse en el paisaje exterior y sus nervios aumentaron. Siempre lo había reconocido como un panorama acogedor -árboles de diferentes especies, montes elevados, y plantaciones bajo la luz de la luna-, sin embargo, ahora se exhibía como un escenario cruel y salvaje. Un sentimiento de terror le provocó la idea de estar por alguna casualidad en esos parajes impregnados por el caos de la naturaleza. Su mente viajaba a la misma velocidad que el tren y de improviso se encontró situado en el mismo territorio que le causó repugnancia, desnudo en medio de un espeso estero de mierda. Llovía cenizas. Vio a su hermana que flotaba boca abajo a pocos metros. Aves rapaces la sobrevolaban en círculos y se lanzaban de tiempo en tiempo, a morder su cuerpo sin que ella reaccionara. Se tocó la cara, pellizcándose, y sintió que sus facciones se derretían, que su cutis se quemaba. Intentó gritar, pero en lugar de un grito, profirió un lamento ahogado, tan débil que solo lo sintió él en su cabeza.

La voz del locutor del tren, advirtiendo la recomendación de usar mascarillas, lo transportó de nuevo al vagón. Ya no quería cerrar ni abrir los ojos. Consultó en los carteles en qué estación se encontraba: Sargento Aldea. Había tomado un tren en la dirección contraria a la que deseaba. ¿Cómo podía ser posible? Un movimiento de sombras que se desarrollaba en el pasillo no lo dejó bajarse. Eran dos artistas callejeros. Le tranquilizó saber que estaba acompañado. Uno de ellos tenía la cara pintada de blanco como un mimo, y le faltaba el brazo izquierdo, el mismo que Matías utilizaba para inyectarse. El otro movía la cabeza como si estuviera escuchando rock, una melodía inexistente. El de la cara pintada hacia extraños gestos que Matías no supo si eran de rechazo (con una intención cómica) o de apoyo al baile de su compañero. El bailarín aumentó la intensidad de sus sacudidas y su compañero el de sus muecas, a tal velocidad que se le hizo imposible seguir con la vista los movimientos de ambos. Sintió vértigo y las ganas de desvanecerse. Bajó la vista a su brazo y vio como la piel se ennegrecía y adelgazaba de a poco hasta que ya no había una extremidad completa, sino un muñón similar al del mimo que gesticulaba a su lado. Un llanto, ahora sí de aflicción, saturó de negro el foco de sus ojos.

Las convulsiones de Matías despertaron a Javiera de su propio viaje. Tomó con fuerza a su amigo, intentando detener sus temblores. Él tenía espuma en la boca, lágrimas y restos de un cigarro, todavía encendido en la cara. La jeringa en su vena -que delataba por los residuos de líquido una dosis mayor a lo normal- solo se desprendió cuando Matías dejó de moverse y su respiración ya no era perceptible y su pulso se detuvo. De fondo se escuchaba la canción “Rain When I Die” (“Lloverá cuando yo muera”) de Alice In Chains. Pero afuera no llovía. La claridad de las estrellas revelaba un cielo despejado en una fría noche de invierno. 


Sobre el autor

Eduardo Fernández

Eduardo Fernández (Santiago de Chile, 1989). Su infancia transcurrió en Placilla, Valparaíso, entre cerros, árboles, barro y camiones. Periodista de profesión ha participado en varios talleres literarios, como Balmaceda Arte Joven y el taller de crónica de Casa Tomada.

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