Qué bonito es penetrar y ser penetrado

Qué bonito es penetrar y ser penetrado

Ilustración: @hvarhoukhoumeth

Por: Hank T. Cohen.

A work of art doesn’t exist outside the perception of the audience.
Abbas Kiarostami

La noticia de mi retiro de la pornografía no tenía comentarios. Estaba al lado de fotos en baja resolución de mis primeros trabajos, en los que un hombre cuyo nombre no recuerdo me penetraba mientras yo tenía las piernas levantadas y parecía que flotaba. Tenía la mueca de un grito exagerado, como si me estuviera matando. Guardé el celular. El bus llevaba casi una hora sin pasar, así que caminé calle abajo mientras esperaba que me reconociera alguien que no hubiera dormido por masturbarse viéndome penetrando o siendo penetrado, o en medio de un círculo de hombres eyaculándome encima, lo más cercano que estuve de conocer la nieve.

Cuando me dieron mi carta de despido, porque nadie duraba en el negocio teniendo más de veintiséis años, yo había hecho más de trescientos videos. A los diecinueve  años había abandonado la carrera de cine y televisión para dedicarme a eso y luego me sacaron con la liquidación y ninguna habilidad, aparte de lo que sabía hacer frente a una cámara. Arrendé un cuarto en un edificio del Centro y me puse a trabajar en lo que saliera, vendía dulces en los semáforos y a veces era calibrador de buses, pero dejé de hacerlo cuando casi me atropella un camión. También trabajaba de vendedor de zapatos cuando era temporada y eso me mantenía en pie, pagando el arriendo y algo de comida. A veces salía con muchachas del trabajo o del barrio, yo era un tipo grande, eso les llamaba la atención y por eso me había metido al negocio del porno. No duraba mucho con ellas, salíamos varias veces, comíamos empanada con gaseosa y, al final, yo no podía controlarme cuando teníamos sexo y lo hacía con violencia, como si eyaculara rabia acumulada; así que dejé de llamarlas y ellas a mí.

Llegué a mi edificio pasada la tarde. En la portería estaba Jeffer, un celador de más o menos mi edad, cubierto con una ruana hasta las orejas. Me le acerqué y golpeé la mesa de madera un rato, hasta que se dio cuenta de que yo estaba ahí. Le dije que tuviera sexo conmigo detrás del edificio, yo lo iba a grabar y pasárselo a un productor. Él me miraba con la boca a medio abrir y apenas asintiendo, yo temía que me fuera a partir la cara de un golpe. Puse mi celular sobre la mesa y le mostré varios de mis videos, acelerándolos hasta llegar a la marca de la casa productora. Yo había planeado por varios días qué le iba a decir; y hacia dónde iba a correr si no le gustaba la idea. Nunca lo había visto levantarse de la silla. Yo estaba seguro de que tenía una buena idea para los videos, me iba a sacar de pobre, pero el problema del porno es que casi nunca puede hacerse solo.

Jeffer se movió hacia adelante y con la mano izquierda corrió el celular sobre la mesa hasta dejármelo enfrente. Pensé que me iba a gritar. Respiró hondo y me preguntó que de cuánta plata estábamos hablando. Le di una cifra alta, lo que usualmente me pagaban cuando hacía videos. Le dije que si no funcionaba y no los recibían, yo le iba a pagar con mi propia plata. Él se levantó y se acomodó la ruana con el brazo derecho, le faltaba la mano. En la muñeca tenía uno de esos tatuajes hechos con agujas de costura y tinta china; debían ser letras, pero estaban muy borrosas. ¿No se demora mucho eso, cierto?, preguntó. Ahí si depende de usted, le dije, riéndome.

Jeffer le dijo a una señora del aseo que le cuidara un rato la portería, que iba a fumar. Luego salimos y empezamos a caminar entre cuadras, buscando sitios casi sin personas, hasta que encontramos una casa con los vidrios rotos y un patio grande y descuidado que estaba metido entre dos casas. Sin decirnos nada, nos hicimos al lado de la puerta de la casa, ocultos a medias en el pasto alto. Saqué mi celular, lo puse a grabar y me arrodillé frente a Jeffer. Intenté desabrocharle el cinturón con una sola mano, pero no pude, él me ayudó y se bajó el pantalón. Lo grabé así, con las piernas blancas y temblando un poco. Le quité la ropa interior que se enredó con el revolver de dotación en el piso y quedé frente a su pene un poco erecto con un fuerte olor a sudor y orina. Grabé su cuerpo desde las nalgas y luego de lado. Me metí su pene a la boca y empecé a moverme con un poco de violencia. Él a veces me ponía el muñón en la cabeza, para empujármela más profundo, yo se la corría hasta atrás de mi nuca, para que no bloqueara la toma; luego yo sentía los golpecitos que me daba, casi con el hueso. Después de un rato, sentí que la respiración de Jeffer se volvía más fuerte y su vientre se contraía, retrocedí y me saqué el pene de la boca para que saliera bien la toma de la eyaculación, el no supo qué pasaba e intentó meterlo de nuevo. En ese momento pasó un grupo de gente frente a la casa, él se agachó, casi tirándose al piso mientras eyaculaba. Yo bajé el celular e intenté atrapar con la cara el semen en el aire, si no lo lograba, el video no iba a servir. Un par de gotas me cayeron en la nariz y yo restregué mis labios contra su glande, él se estremeció con un gemido. Las voces de la gente desaparecieron entre las casas mientras él se levantaba, se vestía y se iba sin decir nada.

Al día siguiente llegué a la oficina de mi antiguo productor, aunque me había despedido, estábamos en buenos términos. En las paredes tenía afiches de las estrellas de turno, muchachos de unos veinte años en trajes de doctores o plomeros, con el culo al aire, una erección inmensa y la mirada fija hacia al frente como en la propaganda de los astronautas. Me senté frente al productor y le expliqué lo que estaba haciendo, pornografía con gente común, los celadores, vendedores ambulantes y obreros, los que nadie notaba. Todo en la calle, grabado a modo guerrilla, con lo que hubiera. No era como lo que estaban haciendo los checos, en público y supuestamente real, pero reconocías a todos los actores de muchas otras películas. Lo que yo le ofrecía no era Fellini, pero era real. La gente quería eso, historias minimalistas que se armaban entre lo que era cierto. Le dije que le acababa de enviar un video, mi piloto. Era mejor que un video casero, yo sabía lo que hacía y él podía pasárselo a los gringos o a quienes le estuvieran comprando. Él no parecía convencido, pero me dijo que iba a mirarlo y llamaba si pasaba algo, pero que no me ilusionara, que mejor buscara trabajo en otra cosa.

Pasé un par de días lejos del edificio, trabajé una semana ayudando a una señora que le vendía tinto a los taxistas en una esquina. No quería ver a Jeffer sin darle plata y mi productor no me había llamado. Cuando sentí que necesitaba bañarme, regresé al edificio. Jeffer se levantó al verme y me pasó un sobre de manila que me había llegado por correo hacía dos días, tenía el sello de la casa productora. Subí rápido por la escalera sin decir nada y abrí el sobre antes de llegar a mi cuarto. Tenía un montón de billetes, más de lo que yo había pensado. Lo conté varias veces y saqué el pago de mi co-estrella, mucho menos de lo que le había prometido, pero igual era bastante. Luego me guardé el resto en el pantalón. Cuando bajé, él estaba frente a las escaleras, mirando hacia arriba; le entregué lo que le había separado y le pedí disculpas porque no había sido tanto como le había prometido. A él no le importó, contó el dinero, lo besó y se lo metió entre la ruana. Luego me preguntó qué más se podía hacer.

Volví a la oficina del productor. Me dijo que me había enviado todo por correo porque, legalmente, yo no existía; filmar sin contratos y en público nos podía meter en problemas. En video, la realidad era casi ilegal. A él y a los distribuidores les había gustado lo que les había mandado; había una torpeza y falta de cuidado que no podía planearse. Me pidió más, pero que ya sabía cómo era que debía hacerlo.

Las siguientes semanas, Jeffer y yo estuvimos llenos de trabajo. Hicimos un par de videos de sexo oral entre los dos; a él le costó hacérmelo, pero fue aprendiendo y conteniendo las arcadas. El productor nos pedía variedad, así que salimos a la calle y le pagamos a los músicos de buses y vendedores ambulantes para que tuvieran sexo oral en los asientos de atrás. Lo único que pedíamos era que llegaran con cédula en mano, y empezábamos. Al principio estaban nerviosos, pero se iban acostumbrando. La cámara del celular se movía mucho, y la mayoría de los videos eran explosiones de color y genitales difusos que la gente empezó a comprar por montones al reconocer sus lugares de trabajo, los sitios donde almorzaban o a una persona conocida en el fondo. Un par de veces nos descubrieron los conductores de los buses; así gastábamos más plata, los sobornábamos, pero a algunos les ofrecíamos aparecer en un video. Uno, de unos treinta años, se fue sentado encima de Jeffer, que lo penetraba, moviéndose con los huecos de la vía, mientras iban a toda velocidad por la Cali hacia el sur. Lo intentamos varias veces, porque en el trancón de la hora pico la gente furiosa de los paraderos perseguía al bus y se daba cuenta de lo que estaba pasando. A la mayoría de gente le gustaba aparecer en los videos, la mayoría decía que no tenía nada que perder y que les gustaba ese poquito de fama. El dinero nos llegaba cumplido, yo lo usaba para comprar condones, pagarle a la gente y el resto lo dividía con Jeffer. Yo siempre sacaba más que él y le dejaba mucho menos de la mitad; igual, no se daba cuenta y seguía siendo mucha plata.

En el negocio de los tintos sacamos varios taxistas y conductores de buses. Le pagamos a los que cuidaban la feria automotriz por Engativá y nos perdíamos al final de la tarde entre los carros, grabando a los escupefuego de los semáforos y a los raperos de buses dándole sexo oral a los que limpiaban vidrios y así ganaban mucho más de lo que hacían en todo el día. La gente empezó a conocernos y nos llamaban cuando necesitaban plata, porque el trabajo estaba malo con todos los vendedores que habían llenado la calle y el transporte público. Se encontraban en las calles cerradas o al lado de un Renault 4 y los grabábamos. Los emboladores penetrando con rabia a las estatuas humanas quietas y pintadas de dorado; los nalgueaban sin parar, mientras que ellos contenían los gritos. Luego desaparecían calle abajo, con sonrisas desdentadas y con los bolsillos llenos. Si las calles de Bogotá eran sus entrañas, nosotros éramos la mierda, moviéndonos a contracorriente, intentando salir por arriba.

Casi tres meses después de empezar a grabar, mi productor me envió una noticia. Tenía una foto de Jeffer casi irreconocible, en una mueca que lo deformaba, abriendo mucho la boca para meterse un pene inmenso que sostenía con el muñón. Los videos habían ganado un premio en Barcelona y él estaba nominado en una pequeña categoría internacional en los premios Prowler. En la portería, le mostré la noticia a Jeffer, que se demoró leyéndola, se fue a un cuarto lleno de escobas y regresó poco después, diciéndome que me invitaba a comer a su casa para celebrar. Me escribió la dirección en un papelito y me dijo que llegara temprano.

Ese día salí del edificio casi a las cuatro de la tarde, Jeffer ya no estaba en la portería. Había dejado a un celador que yo nunca había visto. Caminé varias cuadras y cogí un bus a punto de desbaratarse que cogió por toda la Caracas. Iba lento y se alcanzaron a subir más de cinco vendedores y cantantes; no les hablé, pero los grabé mientras se iban, ajustándose los pantalones o hablando con la gente en los asientos de atrás. El bus subió por vías empinadas, haciendo mucho ruido y sentí que me iba a caer; luego pasó por pedazos destapados y entró al último paradero. Me bajé, le pregunté por la dirección al conductor que ya se había bajado y me dijo que subiera un par de cuadras más, casi hasta donde sólo era montaña.

Llegué cubierto de sudor a una casa pequeña y sin pintar al lado de un potrero. Jeffer me abrió la puerta y me pidió que pasara. La casa estaba bien organizada, tenía un par de cuartos separados con sábanas colgadas, un televisorcito pequeño en la sala y muebles con estampado de flores que ya no podían distinguirse bien. De la cocina salió una mujer embarazada que apenas podía moverse, tenía un vestido largo de flores y un tatuaje en la muñeca, igual al de él. Me abrazó y me dio las gracias por haberle ayudado a su esposo. Nos sentamos en un comedor de palo en la cocina y él sirvió un plato con pollo sudado y arroz. Mientras comíamos, ella me preguntó sobre mi vida y luego me dijo que, aunque no le había gustado la idea de que su esposo hiciera porno, había terminado ayudando a la familia. Casi me ahogo con el pollo cuando me di cuenta de que ella sabía; a decir verdad, Jeffer y yo no hablábamos mucho fuera de las grabaciones, hasta ese momento yo ni sabía que tenía esposa. Hablamos un rato más y luego la mujer se fue a dormir, ya estaba cansada. Él destapó un par de cervezas y nos quedamos hablando hasta que lo único que se veía afuera era la luz de las farolas de la calle. Él me dijo que me quedara y me fuera por la mañana. Acepté y me acabé la cerveza de un sorbo. Él se levantó, se puso de espaldas contra el cemento de la pared y se desabotonó el pantalón. Puse el celular a grabar y me acerqué a Jeffer, le bajé el pantalón y la ropa interior. Me puse detrás de él, le pasé las manos por la espalda baja y saqué mi pene. Intenté penetrarlo, al principio no pude, estaba muy apretado, pero le abrí las nalgas e intenté de nuevo. Apoyé mis manos sobre sus brazos y mi celular se cayó al piso; él movió el pie para que cayera encima y no hiciera tanto ruido. Seguí empujando mi pene dentro de él, que gemía suave, mirando hacia la nevera. Le dije cosas que no recuerdo y le terminé adentro. Quedamos así un momento mientras oíamos ruidos en el otro cuarto; la mujer acomodándose en la cama mientras dormía. Nos vestimos y él destapó un par de cervezas más, recogí mi celular en el que solo había quedado un video del piso de la cocina con gemidos de fondo.

Me quedé despierto hasta que amaneció. Jeffer salió a la calle mientras que su esposa preparaba el desayuno. Me quedé en la sala leyendo de nuevo el correo que me había mandado el productor el día anterior; decía que los gringos querían que él trabajara directamente con ellos, habían mandado una copia del contrato y los tiquetes de avión para él y su familia. Guardé el celular, salí de la casa y me senté a su lado en el andén. Nos quedamos mirando a un vendedor de minutos a celular que le gritaba a los carros en medio de la polvareda de la calle sin pavimentar.

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