El arte de enaltecer y defenestrar a los que has leído: “Las palabras de la tribu” de Francisco Umbral.

Moskas en la sopa.
El arte de enaltecer y defenestrar a los que has leído: “Las palabras de la tribu” de Francisco Umbral.

Collage: @mieles.pedro

Por: Miguel Ángel Castelo

A finales de enero me llegó desde Argentina “Las palabras de la tribu” (1994) del español Francisco Umbral. Para quienes no conozcan a este personaje, les daré una breve semblanza: ganó el Príncipe de Asturias de las Letras en 1996 y el Cervantes en el 2000, pero es más conocido por aquel programa en donde le dijo a Mercedes Milá, la presentadora: “Yo he venido aquí a hablar de mi libro [La década roja], y si no se habla de mi libro, yo cojo y me voy” (obviamente estoy parafraseando). Esta escena la pueden encontrar en YouTube.

Umbral era demasiado extravagante. Su esposa, María España, le tomaba fotos desnudo con una máquina de escribir a la altura de los genitales; escribía prosa “porque la prosa se cobra” (fue columnista en El País y El Mundo), aparecía en televisión tomando un whisky, hablando con Camilo José Cela, su amigo y maestro, sobre su premio Nobel o brincando la cuerda en el programa de Raffaella Carrà. Alguna vez vi por ahí: “si su personalidad es extravagante, su literatura debe ser más todavía”. Y pues más o menos no se equivocaba.

Estas memorias (definidas así por el propio Umbral) comienzan con una dedicatoria: “A los que no se merecen estar en este libro”. Uno va calculando el tamaño de las pedradas. Por lo mismo de que son memorias, no son objetivas y en su atrio lo dice: “Hablo de los libros que me han ido formando en esta vida, o deformando, que es mejor, y de los autores que he amado. También hablo de los aburridos, los falsos valores y los coñazos, pero con cierta piedad, espero”. Esto último no lo cumple, se los anticipo.

El subtítulo del libro es “De Rubén Darío a Cela” porque es el periodo que abarca y habla sobre la prosa, poesía, ensayo y, en menor medida, teatro. Dividida en 11 capítulos, hay gente que es ultra conocida por todos: Darío, Unamuno, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, el 27, César Vallejo, Miguel Hernández, varios exiliados (Madariaga, Chacel, Aub), Neruda o Cela; y otros a los que ni hacemos en cuenta: Azorín, Eugenio D’Ors, Josep Pla, Manuel Azaña, José María Pemán, Miguel Mihura, Ernestina de Champourcín, Jardiel Poncela o Luis Rosales.

Umbral enaltece a los autores que le encantan (con sus reservas) y defenestra a los que no le gustan o le aburren con su peculiar estilo y de manera cínica, metiéndose tanto con su literatura como con su persona. De Galdós dice que su prosa es “pedestre, vulgar, carente de inspiración sintáctica, pobre”, Azorín “escribe cobarde”, Baroja “es un panadero que ha leído a Nietzsche y nada más”, Ortega y Gasset “padre del fascismo español”, Rosa Chacel “bruja cruzada de Mary Poppins”, Vargas Llosa “faulkneriano guapo y aburrido” y así podría seguir.

Los subcapítulos dedicados a Ruben Darío, Ramón Gómez de la Serna (a quién le dedica un capítulo entero) Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda, a algunos escritores falangistas o a Cela son verdaderas apologías donde ensalza sus capacidades literarias y los pone como puntos referenciales de la lengua española en ese periodo que él delimita. Hay opiniones que no comparto, como cuando dice “una buena página de Cela vale más que casi todo el exilio”, a pesar de mi gusto por el Nobel del año 89, que el teatro de Lorca es malo o la inclusión de Salvador Dalí en la Generación del 27, pero también me dejó una cantidad de nombres que, en mayor o menor medida, trataré de buscar y leer.

Otro punto a destacar son las anécdotas que Umbral tiene con algunos de los autores o que recopila de otros, como aquel encuentro entre Octavio Paz y Ortega y Gasset, donde el filósofo le dice al poeta: “La erección es un pensamiento y yo todavía tengo pensamientos”, o la ocasión en que le pidieron a Ramón Menéndez Pidal que quitara el retrato de Cervantes de la Real Academia y contestó que si quitaba al autor del Quijote, tenía que poner al dictador Franco, o como cuando Luis Cernuda se quejó de la foto usada por Gerardo Diego para la antología de poesía española y cuya contestación fue “Pues agradézcame que no haya puesto en el libro su segundo apellido” (el cual era Bidón). Como estas hay muchísimas que de vez en cuando te hacen soltar una carcajada.

No hay que quedarse siempre con lo que dicen los demás de otros escritores, es mejor darse cuenta por uno mismo y juzgar según la experiencia lectora. A pesar de eso, recomiendo ampliamente este libro. Puede que a algunos no les guste por la forma irreverente y personalísima en la que Umbral se expresa de los mencionados, pero a otros les encantará por eso mismo, porque es él quien habla, quien compila, quien recomienda, engrandece o destroza a los paseantes las páginas de estas memorias.

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