La gran Gargoulie de Notre Dame

La gran Gargoulie de Notre Dame

Ilustración: @a.cristo168

Por: Vero Calvo

A sus diez años, Leonora ya había sido expulsada de dos internados. Las monjas decían que era  rebelde y proclive a la fabulación. Según el doctor Morrison, ineficaz médico de Lancashire, tendía al trastorno psicótico. La madre y la abuela, irlandesas las dos, consideraban que el médico era un inglés estructurado, carente de imaginación, y desestimaron el diagnóstico. En cambio, el señor Carrington, padre de Leonora y magnate textil, jamás lo cuestionó.

Para Leonora, a su padre le preocupaba más la mirada ajena sobre la supuesta enfermedad que la enfermedad en sí. Él encarnaba la hipocresía, las obligaciones, todo lo horrible del mundo adulto. Por suerte, como Leonora era mitad irlandesa, le sobraba imaginación para defenderse de la realidad que su padre y las monjas intentaban imponerle.

El señor Carrington no necesitaba decirle que lo frustraba haber engendrado una hija intelectual y rebelde. La decepción y el desamor se le notaban en la mirada, como si le resultara antinatural quererla. El sentimiento era mutuo: Leonora lo odiaba en secreto. Sobre todo, desde que la obligó a devolver el lobo blanco que su abuela le regaló y, en su lugar, intentó conformarla con un insulso conejo.

Se suponía que por su bien ella debería aprender francés y piano o, al menos, una de las dos cosas. Como el piano no se le daba mucho, se pasaba la mayor parte de sus horas en la biblioteca, acechada de tanto en tanto por la mirada del padre. Por consejo médico, los libros sobre mitología le habían sido prohibidos, igual que los de cuentos o cualquier otro que pudiera estimularla demasiado. Pero durante la noche, Leonora se las ingeniaba para bajar a la biblioteca. Además de leer esos peligrosos libros, escondía entre las páginas dibujos de espectros, hadas, duendes y otros seres fantásticos. Había uno, el del cuervo-dragón, que le había quedado asombrosamente real, con el pico afilado, los dientes puntiagudos como cuchillos y un par de alas negras y gigantes. Ella lo miraba, y le daba miedo y orgullo. Una noche le puso nombre. Al pie de la página escribió: Gargoulie de Notre Dame.

La Gargouile se convirtió en su diosa suprema: más poderosa que el dios de las monjas y el de su padre que, a juicio de Leonora, resultaba bastante incompetente. Y pensó que la suya debería tener, como toda diosa que se precie, un altar. Así que sacó un par de libros del estante más bajo de la biblioteca para que quedara un espacio libre. Todos los viernes colocaba ahí una mariposa, una libélula o,  en su defecto, una cucaracha. Junto a la ofrenda, dejaba una gotita de sangre que obtenía pinchándose la punta del dedo índice. El rito se completaba con la entonación de un himno.

Cada tres meses, con el cambio de estación, Leonora celebraba una ceremonia extraordinaria. Mientras rezaba, se proponía colorear alguna parte del dibujo y agradecía por los milagros a la gran diosa omnipotente Gargoulie de Notre Dame. Los milagros eran modestos, como cuando la institutriz se resfrió y Leonora se salvó de las clases de protocolo. En otra ocasión, su padre había viajado a Londres por negocios, y una lluvia intensa le impidió regresar a tiempo para las fastidiosas clases de francés que él mismo le impartía. Semejante favor, que ella ni siquiera había pedido, merecía un tributo a la altura. Leonora robó una lata de sardinas de la despensa familiar y la colocó en el estante inferior de la biblioteca, entre Juguetes de la paz y El séptimo caballo. A los pocos días, la lata desprendía un olor nauseabundo. El señor Carrington descubrió la ofrenda de Leonora, y ordenó a la nana que nunca más la dejara quedarse sola en la biblioteca.

Y esa noche, apenas se liberó de toda vigilancia, lo primero que hizo Leonora fue ir ahí mismo, a la biblioteca. Más sigilosa que nunca, abrió el bestiario y sacó el dibujo. Lo coloco debajo de la ventana, justo donde lo alumbraba la luna llena. Puso las manos en posición de rezo y en voz baja, sin parar, mientras pedía  su milagro a la gran Gargouile, el señor Carrington la sorprendió. 

—¿Qué hacés despierta todavía? Además, tenés prohibido estar acá. Dame eso y subí ya mismo a tu cuarto.

Leonora apenas tuvo tiempo para darse cuenta de que su padre le había arrebatado el dibujo, al que oyó crujir dentro del puño. Sintió que ella misma crujía por dentro. Subió a su cuarto, llorando. Desde allí podía oír cómo su padre revisaba los libros y desgarraba todos los dibujos.

Sin pensarlo, tomó una tiza y dibujó a la gran Gargouile en el piso de la habitación. Entonó el himno y, con sus manos chiquitas, sacó al conejo de la jaula y se lo apoyó contra el pecho que le galopaba de furia. Mientras acariciaba esa piel blanca y suavecita, pensó que todo gran sacrificio conllevaba una pérdida. Apretó las manos alrededor del cuellito peludo. Esta vez escuchó un crujido similar al que su padre causó al estrujar los dibujos. Pero no se trataba del sonido de un papel abollado, sino el de las vértebras del animalito haciéndose polvo entre las manos de Leonora. 

Con la certeza de que su papá no la iba a retar, siguió cantando a viva voz.   

La gran Gargouile sus alas negras extendió
Con sus poderosos ojos plateados a sus enemigos amenazó
Como la ignoraron el pico en su corazón les clavó
en sus negras alas los capturó
Y en su vuelo rasante, por el averno los soltó.

Los gritos de la abuela interrumpieron su canto. Leonora miró por la ventana y vio un cuervo que, con el pico manchado de rojo, se alejaba volando del castillo.

6 comentarios en “La gran Gargoulie de Notre Dame”

  1. hugo martínez de león

    La imaginación de los niños produce el milagro de ejecutar una venganza virtual ante la intolerancia paterna. Los adultos no entienden la magia simbólica de acogotar un conejo como una forma de evitar un parricidio. Vero Calvo administra ese prodigio con un ritmo sereno y complaciente, con los más nobles recursos del género. Violette Le duc sonreiría de placer al ver corporizadas sus siniestras gárgolas que observan amenazante el gris eterno del cielo parisino.

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