Los ojos de luna

 
Los ojos de luna

Alejandro Baravalle

Ilustración: @the_art_of_tasuugo
La conocí una tarde de viernes, en el supermercado. Yo examinaba las insólitas variedades de yogur, y pensaba que aquel periplo de góndolas frías sería tan azaroso como el resto de mi semana. No presté demasiada atención a la gordita de unos cinco o seis años que acababa de pararse cerca de mí.
Dejé caer sobre el chango un yogur sabor frutos del bosque, o quizás frutilla, y me dirigí a la sección de fiambres. Una vez allí, decidí que prefería una cena decente, quizás un plato de pastas. Y me di cuenta, también, de que la nena seguía a mi lado.
Más que gordita, era decididamente gorda. Dos trenzas con rulos le rozaban los cachetes. Tenía aspecto limpio y ropa cuidada. Sonreía. Sin dudas, no se trataba de una “nena de la calle”. Sus padres andarían por ahí.
Cuando me siguió hasta la caja, consideré prudente preguntarle:
—¿Perdiste a tus papás?
Sonreía, siempre sonreía. Pero no me contestó.
Y yo presté atención a los ojos redondos y pequeños: dos bolas de vidrio hundidas en esa cara de esponja y detenidas en una imbécil mirada de pez. Aunque sospeché que ella no me miraba a mí ni miraba a nadie. Parecía ignorar que estaba en el mundo.
Me desentendí, y fui hasta la caja. Pagué el yogurt de frutos del bosque o frutilla y el resto de los productos.
La puerta automática se abrió ante mí. Ya en la calle, caminé dos o tres pasos, y miré hacia atrás.
Y, como el lector acaso ya se imagina, la nena aún estaba ahí. Persiguiéndome.
Antes de hablarle, eché un vistazo alrededor, como si estuviese a punto de cometer un crimen.
—Deberías volver al super, tus papás se van a preocupar.
La misma mirada indiferente, la misma sonrisa lánguida, los mismos ojos de pez.
Retomé camino. Cada tanto volteaba, y descubría detrás de mí a la enana rechoncha. Me seguía de cerca, sin dejar de sonreír, con la indolente obcecación de un terminator en miniatura.
Reflexioné sobre muchas cosas durante ese peculiar paseo. No sobre la niña, sino sobre mí. Ahora no recuerdo a qué conclusión llegué, sí es que llegué a alguna. Sí recuerdo claramente que, cuando abrí la puerta de casa, le dije:
—¿Vas a pasar?
Se lo dije como si fuese lo más normal del mundo.
 
 
Así contado parece todo muy fácil, y el lector tenderá a considerarme un loco. Pero no resultó nada fácil al principio: ¿qué demonios haría yo si a la Policía se le ocurría tocarme el timbre para preguntar por una menor desaparecida en el barrio? Ni siquiera sabía si ella tenía padres, ni cómo se llamaba. Supongo que padecía algún tipo de enfermedad mental. A pesar de mis intentos y de mis preguntas, no modificó jamás sus hábitos de cadáver a pila.
Nunca fui un hombre sociable. Por fortuna, mis vecinos correspondían educadamente a mi indiferencia. Nadie me preguntó nada. Además, pronto comprobé que la nena no salía nunca; de hecho, carecía de iniciativa propia. Creo que se hubiese muerto de hambre si no le daba de comer a diario. A pesar de eso —o por eso mismo—, no me traía problemas. De hecho, demostró una relativa habilidad para aprender tareas simples, en especial las de limpieza y cocina. Por el módico precio de dos comidas diarias, más la eventual adquisición de ropa nueva, obtuve una empleada disponible las veinticuatro horas.
Una tarde, solo por matar el aburrimiento, le asigné el nombre de Luna. Hubiese dado lo mismo cualquier otro, porque nunca respondía cuando la llamaba. Debía indicarle con gestos lo que pretendía de ella. Por ejemplo: si quería que lavase los platos, le mostraba uno.
No la llamé Luna porque me gustaran los nombres hippies: sucede que su carota redondeada y su indecible expresión me recordaban a la luna llena de Melies.
 
 
 
No diré que los años la convirtieron en una mujer bella, pero el estirón la mejoró bastante. Disminuyó la redondez de sus mejillas, y se depositó en otros rincones de su cuerpo.
Pero Luna, a semejanza de la luna de verdad, jamás evolucionó en su actitud. Y nunca me miró con otros ojos que no fueran los suyos: esos dos redondeles de bijouterie, imitación mediocre de las pupilas y los globos oculares humanos. Tampoco abandonó su sonrisa de muñeca lobotomizada.
Y yo me atreví ahora a sacarla de paseo. Le enseñé a tomar helado y la inicié en el chocolate. La sentaba junto a mí en el cine, y los pochoclos se movían más que ella. En el décimo aniversario de nuestro primer encuentro la llevé, admito que con cierta vocación irónica, al supermercado. Aunque no al mismo de aquella vez: a ese preferí no volver jamás.
Luna constituyó mi único vínculo duradero, mi única compañía auténtica.
Hicimos algunas cosas divertidas juntos, incluso conmovedoras. Alguna vez le hice cosas que hoy me dan vergüenza. Pero me dije que todos cometemos errores, y traté de olvidar.
Luna y yo dejábamos pasar el tiempo juntos, cada uno en su mundo propio.
 
 
Y el tiempo pasó. En especial para mí.
El lector de estas parcas memorias quizás espere un giro final, semejante al de las buenas ficciones. Acaso quiera saber quién es Luna y de dónde salió. O qué la impulsó a seguirme aquella vez en el supermercado.
Yo también hubiese querido saberlo.
Ahora, estoy derrumbado en mi ajado colchón. Mientras termino de borronear esta hoja, Luna me lava los pies. Previendo este momento, he tomado la precaución de adiestrarla en los quehaceres básicos de la enfermería. Lo conseguí: Luna es incluso capaz de limpiar mis intempestivas excreciones, y sin la menor muestra de asco. Dudo que muchos padres, en su hora final, gocen de un tratamiento así por parte de sus hijos.
Acabo de orinar rojizo, y ya es costumbre. Me resulta imposible controlar mi vejiga. Y, aunque pudiera, me resultaría igual de imposible caminar hasta el baño —por desgracia, las habilidades de Luna no incluyen la de ayudarme a moverme—. Siento el denso calor entre las piernas: mi sexo gomoso pegándose al pijama, hiriéndose con cada involuntario roce.
Pronto abandonaré toda sensación. Y me pregunto qué será de Luna cuando yo no esté.
Muevo la mano en círculos, y ella ya sabe que debe tomar un trapo y limpiarme. Le señalo la zona afectada, y se aplica a la tarea. Contemplo los ojos de pez, la perpetua sonrisa. Cualquier otro hombre, en mi condición, tendría un único misterio del que preocuparse. Ese hombre se preguntaría por el otro lado del umbral. Cavilaría sobre si hay un paisaje esperándolo, o sólo tinieblas después de las tinieblas.
Yo, en cambio, sé que mi misterio me sobrevivirá. Luna permanecerá aquí una vez yo desaparezca, y sin dudas seguirá sonriendo, mirando a mi cadáver con su no-mirada. Por eso aprovecho ahora para dedicar las mías —mis últimas miradas, quiero decir— a esos ojos de pez. Esos ojos que me han condenado a una pregunta sin respuesta. O, quizás, a una respuesta que desde el principio estuvo demasiado clara. Porque una parte de mí debió intuirlo desde que la conocí entre las góndolas, y le miré los ojos como se mira al abismo o a un oráculo. Y aquella vez Luna sonrió, y supongo que yo también sonreí. Porque no tuvimos otra opción, ni la tendríamos nunca.

Sobre el autor

Alejandro Baravalle

Nació un Sábado Santo de 1981, sin otro don —nadie esperaba más— que su patológica inclinación al terror y al fantástico. Estudió Licenciatura en Letras, Profesorado en Lengua y Literatura. Pese a las tentaciones del sentido común y la madurez, salió indemne de todo título. Aun así, dio clases en la escuela secundaria.

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