Lapicito

Lapicito

Eduardo González

Ilustración: @aparatonacional_

Me entretengo observando sus bolsas.

 Hay algo de comino, y papeletas de blancos polvos que espero que sean soda; incluso creo estar viendo medio quilo de queso…

 Llevo rato en la fila y simplemente observo para no aburrirme. Pero mi atención se mantiene en esa bolsa que está justo delante de mí. En ella, un lápiz color naranja, de cabeza rojiza y punta afilada, se mantiene firme sobre un paquete de frijoles;  este lápiz a veces baila y casi se entrega al abismo de la calle.

 Pasaron unos minutos y quise tocarlo: alargaría el brazo y evitaría que se cayera de la bolsa. 

 Pero, ¿qué pensaría su dueño? ¿Me mirará como miran a los locos?, me dije. 

 Es mejor tocar su hombro para advertirle; me respondí.  

 Nos movimos al rato de darle consejo al señor; aunque sirvió de poco. La cabeza color rojo del lápiz se asomaba de nuevo; y pensé: ¿La vista podrá impedir que se salga de la bolsa?

 No advertí al señor de su posible nueva escapatoria, el lápiz sencillamente no me pertenecía; no me obligará a hacerlo otra vez, pensé. Pero él, el lapicito, me hacía sentir una cosa que se encuentra más allá de la simple preocupación por un objeto; esta cosa me decía que estuviera al tanto del pequeño lápiz —aunque no diría al señor que si, por favor, podría volver a reintroducir su inquieto lápiz en la bolsa, porque no podría soportar cuando este se le perdiera. Ahí sí que me miraría como miran a los locos—. Nos detuvimos y el lapicito se aquietó. 

 Minutos de espera en una fila bajo el sol eran minutos terapéuticos para mí.

  Desgraciadamente la fila volvió a avanzar. En cada paso, el pequeño era zarandeado dentro de su bolsa: como uno de esos locos cuando se intenta que vuelvan a la realidad; así que pensé en echar mano de las preguntas que tenía preparadas para estas situaciones. Fueron las que siguen.

 “¿El lapicito pertenece exactamente al señor? —En ese momento sentí que la fila se detuvo—. Quizá pertenece al hijo del señor y sea su nuevo primer lápiz; y con él, conseguirá dar sus primeras palabras al cuaderno”. 

  Recuerdo que di una zancada. El señor que llevaba el lápiz había avanzado varios pasos. Yo seguí con mis preguntas. 

¿El lapicito solo vale por la cantidad en que fue comprado y por su función o también tendrá un valor sentimental para quien sea su dueño o, en su defecto, para quien lo esté utilizando? 

 Esa fue la última pregunta; pero al igual que en muchas otras ocasiones, no logré lo que buscaba; y con eso, aseguraba la permanencia, por los momentos, de un estado mental que me es irritante: sentir que el lapicito está loco por salirse y no poder resistir la sensación de saber que pronto ya no estará en su bolsa. Surgieron otras preguntas; estas yo no las tenía preparadas, fueron pura espontaneidad de mi… ¿organismo?, ¿mente?, ¿cerebro? 

—“¿Es posible que el lapicito te esté incitando? 

—¿Incitando a qué?”

—¿Realmente el lapicito está siendo el estímulo incondicionado por el cual vas a empezar a babear?”.

  Sentí que me tocaban. Escuché ruido. 

 La persona que tenía detrás me indicaba que siguiera y el señor con el lápiz me hablaba. Me disculpé y caminé hasta aquel. 

Es que hacía una cuenta mental y no supe que la fila avanzaba. ¿Qué me decía?

—Que si se siente bien. 

“¿Es que yo no había estado pensando todo lo anterior? ¿Estuve murmurando? ¿Cómo supo o tenía indicios de que yo, posiblemente, no estuviera bien? (Ahora, en mi cuarto, veo mejor lo ocurrido; creo que fue esa excesiva distancia que dejé crearse entre él y yo, la que le hizo preguntarse por mi estado)”.

 —Me siento bien, es que este calor y la espera en la fila me ponen ansioso… Y me distraje haciendo cuentas mentales, como le dije —alcancé a decirle antes de que  comenzara a hablar como le hablan a los locos. 

***

 Pero al lapicito no le pasó nada. Nunca cayó de su bolsa; realmente lo olvidaron como a muchos otros lápices. Esto ocurrió al llegar al cajero automático. Yo lo vi todo: el señor saca de la bolsa al lapicito y escribe en unos papeles, tarda varios minutos, luego se va, yo cuento los pasos faltantes hacia el cajero y veo al lapicito. Fue como si me saltara a la cara. 

  Volteé y no vi al señor; solo al resto de la larga y monótona fila. 

  Palpé al lapicito. Lo había logrado.

 ***

 Que el señor haya olvidado al lapicito fue una pena, no tuve más opción que traérmelo para la casa; si lo dejaba solo en el borde del cajero automático ahora me estuviera ahogando en ansiedad. ¿Qué debía hacer? 

¿Decirle a la persona que seguía después de mí que se quedara con el lápiz y que cuando terminara su proceso en el cajero se lo pasara a otro y así hasta que el señor regresara por su lápiz? 

¿Dejarlo donde estaba y advertirle a los de la fila que ese lápiz se iba a quedar allí hasta que un señor con tales características viniera? 

 Las respuestas posibles eran poco prácticas, además de ridículas las preguntas: alguien se lo robaría.

 Y Lapicito —aclaro que ese diminutivo es porque me he dado cuenta que a mitad de los recuerdos de esta situación vivida en la mañana (ahora es de noche) lo he llamado así; tales recuerdos son estas anotaciones —terminó en el pequeño cajón para objetos pequeños que está en mi cuarto. Y yo siento culpa debido a los objetos que allí mantengo; pienso devolverlos algún día y así liberarme de que alguien encuentre esa vergüenza. 


Sobre el autor

Elvis Eduardo González

Venezolano, de 20 años de edad. Estudió Psicología en la universidad Yacambú del estado Lara. De forma autodidacta ha obtenido algunos conocimientos sobre filosofía y literatura. Desde hace mucho lee cuentos y novelas; pero desde el 2020 decidió instruirse en cómo hacer cuento y novela.

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