El zopilote.


 

El Zopilote
Leandro Azcurrain
 
Ilustración: @the_art_of_tasuugo
 
 
A Analía Reyes le gusta mirar al cielo. Una vez por día sale al patio y contempla las formas cambiantes de las nubes.
Se había criado entre vacas y arados: de joven, le gustaba anticipar las manifestaciones del clima, adivinar cuándo iba a llover y levantar a tiempo la ropa recién tendida en el rancho. Ahora el aire estaba eléctrico y el cielo casi plomizo, debía avisar a sus compañeras que la lluvia se acercaba. Ese olorcito a humedad y a tierra casi mojada le recordaba su niñez allá en Rocamora, ese pueblo al que ni siquiera llegaba el tren.
Hoy y ayer, Analía mira el cielo. Se deja ir con las nubes, con los aviones, con los pájaros que pasan lentamente.
 
Desde siempre había soñado con volar. Tendría dos o tres años y ya esperaba a los aviones. Cuando oía el eco distante de uno festejaba y bailaba, y daba dos o tres vueltas sobre sí misma mientras buscaba con sus ojos celestes a ese pájaro metálico que se aproximaba. Después, se quedaba hipnotizada, con la mano como visera y la mirada fija. Ladeaba lentamente el cuello, y seguía la trayectoria del avión que desaparecía silenciosamente en el horizonte.
Se preguntaba cómo se vería todo desde el cielo: las vacas serían hormigas, y el verde de los campos se asemejaría al mantel verde que mamá tenía en la cocina. Y los ríos serían gusanos azules y las nubes, allá arriba, los copos de azúcar que la abuela le compraba en el circo de verano.
Algunos atardeceres, y aprovechando que las luces y la ciudad andaban lejos, Analía se sentaba en el patio, bajo el viejo sauce, y buscaba aviones en el cielo despejado. Cada vez que pasaba uno, pensaba que allí estaría el abuelo, saludándola por la ventanilla. Y Analía respondía el saludo y gritaba con alegría y le contaba a mamá que el abuelito acababa de pasar por el cielo lleno de estrellas. Pero al rato pasaba otro avión, y ella dudaba: ¿en cuál irá el abuelito? ¿En este o en el de antes? Y seguían pasando aviones, hasta que Analía preguntaba:
—Mami, ¿en qué avión va viajando el abuelito hoy?”
—No sé, pero esta semana le tocaba viajar a España. Dale, anda pa dentro, gurisa, que la abuela ya preparó la cena.     
 
Salvador Reyes vivía más en el aire que en su casa. O, si se quiere, su verdadera casa era el aire. Su ocupación lo fue alejando del pueblo y de la familia. Lo sedujo primero el vértigo de Buenos Aires —donde cursaría la carrera de tripulante—, y después el de otras ciudades que, a su vez, no dudaban en darle paso a ese gringo gigante con manos de campesino y cara de actor.
A Salvador le gustaba ir de compras a Miami, tomarse un buen vino en Portugal o ver al Barza al Camp Nou, siempre acompañado por alguna mujer de ensueño. Aunque Salvador Reyes era corto para el chamuyo, él decía que no lo necesitaba: que su buen porte, sus corbatas refinadas y sus ojos celestes le aseguraban la buena compañía.
 Su vida cosmopolita contrastaba con su vida pasada en el campo, cuando cosechaba el maíz de sol a sol en las hectáreas de los Salomón, salía de madrugada a dar pelea a algún dorado en la boca del Paraná o simplemente se sentaba a esperar las lluvias de otoño, regocijándose con el suave vaivén de los eucaliptus.
Aquella vida timorata y lenta ahora le parecía un antiguo sueño, o acaso la vida de otro. Esa vida en que Salvador solía tomar mate bajo el sauce del patio y a veces, sobre todo los días de mucho calor, se adormilaba con el reverbero de las chicharras, mirando el verde horizonte y pensando en un futuro que no llegaba nunca.
Llevaba dentro una desesperación que crecía con los años. A pesar de que él la soslayaba y la escondía en algún recoveco, siempre se afirmaba y tomaba diferentes rostros. Una desesperación que Salvador mezclaba con el hastío de su vida y su pueblo, y con sus fantasías adolescentes.
Quería escapar. Irse lejos.
Un día claro y pesado de verano, se decidió. Despertaba de la siesta bajo el sauce, y un zopilote lo miraba desde el palo de la cerca divisoria. Sus ojos rojos lo miraban: lo hurgaban, casi. Salvador llegó incluso a pensar que iba a decirle algo, que una voz saldría de su largo pico lleno de carroña.
Aquella no era la primera vez, y él se dijo que no era casualidad que cada dos por tres despertara de la siesta acechado por la mirada soez de ese pájaro negro. El ave lo miraba unos minutos, y después remontaba vuelo. Y a Salvador le gustaba esa despedida: el sol del verano traslucía el plumaje negro mientras el zopilote daba dos o tres círculos en el aire antes de perderse en el cielo despejado.
Debajo del sauce, Salvador había dispuesto la silla de mimbre y la mesita para el mate y las tortas fritas que le preparaba su madre. Los días eran de plomo, pero a él le gustaba esperar a su amigo alado. Le gustaban especialmente esos días en que traía alguna presa en su pico. Salvador veía como se ayudaba con la pata para despellejar esa masa sanguinolenta que alguna vez tuvo vida.
 
 A pesar de que Analía nunca conoció a su padre, o quizás por eso mismo, siempre esperaba con felicidad a su abuelo. Y dos o tres días antes de su llegada ayudaba a mamá a limpiar el patio y a ordenar y decorar el pequeño rancho para que se viera impecable. Salvador vivía en Buenos Aires, pero a menudo venía a pasar alguna temporada a su antigua casa. Y le contaba a Analía sobre un mundo más allá de las nubes: sobre Mickey y el pato Donald, sobre las mariposas en el estómago cuando despegaba el avión, sobre el obelisco de Buenos Aires y, cruzando el gigante océano, la torre Eiffel. Y sobre las nuevas zapatillas con luces que sacó Nike y sobre los viajes que harían juntos cuando ella fuera más grande.
A veces venía con regalos. Sorpresas de esas que no se olvidan nunca.
—Gurisa, mira lo que te trajo el abuelito…
—Abuelito, ¿esa bici es para mí?
—Claro que sí. Es tuya, si me das un beso.
—Pero ¿y si me caigo? Yo no sé andar todavía
—No te preocupes, yo te llevo aúpa y viajamos los dos. 
 
 Analía quería ser como el abuelo. Quería volar y saber muchas cosas, y conocer lugares y gente y salir de ese mundo verde de campo que, en comparación al mundo más allá de las nubes, se le aparecía tan pequeño, limitado y aburrido. Ella no se despegaba del abuelo ni el abuelo se despegaba de ella. Los regalos y las “noticias” que él le traía la colmaban de felicidad.
Y bajo el sauce, sobre las rodillas del abuelo, estrenaba la remerita de Mickey o las zapatillas con luces, y tomaban mate con tortas fritas o pastelitos de membrillo.
 
Y Salvador, tras varios años, volvió a recibir las visitas del zopilote. Él se lo quedaba mirando. Y, desde el fondo de sus ojos rojos, el ave le devolvía la mirada, como un amigo que le daba la bienvenida y le recordaba quién era.
Señalando la cerca, Salvador le preguntó a Analía si ese pájaro negro venía siempre por aquí. Ella también miró la cerca, y no supo qué contestar.                                                
 
Al principio, los encuentros de Salvador con el zopilote ocurrían cuando él volvía a Rocamora. Pero, con el correr de los años, se trasladaron a otros sitios. Una vez lo vio durante un paseo nocturno junto a una circunstancial novia uruguaya, en la rambla de Montevideo. Allí estaba, parado con su negra mortaja sobre la mortecina luz de un farol colonial. Esa imagen se le antojó a Salvador Reyes como salida de un lienzo, y se quedó mirando al ave calva mientras su adolescente compañía prefería concentrarse en aquel mar salpicado de olas nocturnas.
Unos meses después, mientras juntaba caracoles de colores en las playas de South Beach —todos para su nieta—, vio sobre la escollera un ave oscura que destripaba alegremente a un pejerrey platinado. Entornando bien sus ojos celestes, reconoció aquel pico sucio de carroña. ¿Los zopilotes llegarían hasta acá, tan al norte? Recordó en aquella sombra alada contra el cielo de Miami, a su viejo amigo de la juventud. Y se recordó a él mismo, aquel atormentado adolescente que huyó de ese pueblito mesopotámico. Y por momentos volvió a sentir la opresión en el pecho, el tormento voraz. Creía haberlo enterrado definitivamente bajo los años y la distancia, pero no.
Salvador quería descansar bajo la sombra de su sauce, en los pequeños brazos de su nieta.
 
Analía estaba feliz porque el abuelo al fin volvería a casa, y esta vez se quedaría un tiempo largo. El departamento de Buenos Aires lo había alquilado, así que por el momento el abuelito iba a vivir con ella, mamá y la abuela.
A la abuela mucho no le había gustado la idea, pero había terminado por decir que sí.
Durante muchos años, Analía recordaría de ese verano una noche que mamá se puso a gritarle y pegarle al abuelo. Recordaría esa noche, y nada más. En la oscuridad de la habitación, ella se enteró de que no lo volvería a ver.
Con los años, recordaría más cosas.
 
Y, años después, un auto negro merodeaba la zona roja de Palermo. Salvador Reyes estacionó sobre Godoy Cruz, bajó la ventanilla, y encaró a una mujer de unos veinte años. La mujer se dio media vuelta y nerviosa buscaba algo de su bolso. Sacó un arma, y le disparó a la cabeza. Él acaso la reconoció en el último instante.
 
Ahora, cuando ve un avión sobrevolando el patio, Analía ya no ríe ni baila.
La desconcentra el grito de la celadora: se terminó el recreo, es hora de volver a los pabellones.
Desde lo alto de una torre de vigilancia, un pájaro negro despega y se pone a dar vueltas en círculo. Analía lo ve perderse en el cielo aún despejado.

Sobre el autor

Leandro Azcurrain

Nació en Buenos Aires, en 1976. Es artista plástico y Licenciado en Trabajo Social. Hace quince años que trabaja en el Ministerio de Justicia de Buenos Aires, favoreciendo la reinserción social de hombres y mujeres que cumplieron condenas por diversos delitos.

1 comentario en “El zopilote.”

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