Una segunda oportunidad.

Una segunda oportunidad
 
Cristian Nuñez
 
Ilustración: @the_art_of_tasuugo
 
 
 
Los sábados por la tarde solía asistir a un taller de literatura creativa. Intentaba aceitar las articulaciones de mi pluma y encaminar mi escurridiza inspiración.
El encuentro tenía lugar en el club archaeopteryx —ese era el nombre dado por el dueño, aficionado a la arqueología—. Los socios, al comprobar que olvidaban el nombre oficial o que pronunciarlo les resultaba imposible, dieron en llamarle club nosecuanto. Y así quedó para la posteridad; igual que el prolijo dinosaurio emplumado del cartel, al que todos ignoraban y que se agrietaba y deslucía en el tiempo.
Recuerdo que aquella fría tarde, mientras llegaba puntual a la cita, pensé que a veces las cosas y sus nombres transmutan: se van acomodando el uno al otro para terminar asemejándose a las formas que les inventan —o les roban— la memoria y la imaginación.
 
De la intensa jornada, en la que estudiáramos a cierto poeta, nos quedaron suspendidos, resonándonos, algunos versos sobre el sutil romanticismo de la vida y los pueriles momentos que nos marcan. El poeta nos enseñó la gravidez de las pequeñas cosas. Las más importantes. Las más difíciles. Ese dulce sabor de lo íntimo nos inspiró la consigna de esa semana: “traducir” a verso o prosa poética el lenguaje de nuestra fría partida de nacimiento.
El poema que garabateé para la ocasión me resultó leve y anodino, y por eso decidí no leerlo en voz alta. Los presentes seguramente estarían agradecidos.
Pero algo —algo que no era la vanidad ni la modestia— me susurró bajito, en el confín de mi alma, que me había equivocado. Porque ese era justamente el punto: escribir, aunque sea un poemita nimio y delirante. Escribir, y compartir. ¿O para que asistía yo al taller? Y algo —algo que no era mi conciencia— me aguijonearía con un reproche. Quizás un reproche excesivo: al fin y al cabo, tampoco había sido la gran cosa.
 
Al final, a eso de las siete de la tarde de aquél indeseable invierno, nos saludamos y me encaminé a casa en busca de un reconfortante baño.
Caminaba como de costumbre: con los ojos abiertos, pero mirando al interior de mi mente soñadora. Aun así, reaccioné ante la avenida Blas Parera. El tumulto de los vehículos, el ajetreo de las gentes, el aire frío de la noche y las luces de los faroles me devolvieron a la realidad. Bah, eso supongo, porque la realidad es tan esquiva como la inspiración. Acaso sea más justo decir que el tumulto callejero me sacó de esa irrealidad mía, la de mi mente, y me llevó a esta otra, la que decidimos creernos entre todos.
La cosa es que algo me detiene. Todo se cubre de una opacidad que se me antoja material, palpable, como la opacidad de una ventana sucia. El vértigo me arrastra convulso al preciso instante de mi turno en la lectura. Y, como si recién despertara de una larga siesta, abro los ojos en un espasmo: tanteo la silla, la mesa, mis apuntes. Y veo el reloj de pared que marca las cinco y diez. Y veo a mis compañeros atentos a mí, expectantes.
Y esta vez no dudo: hay cosas que la razón comprende, y otras que simplemente acepta o tolera. Sin ánimo de indagar el mecanismo del mundo, y ante la mirada divertida de los otros talleristas, leo con desgano el poema. Desgano, porque a medida que lo leo voy recordando porque no lo leí antes. Pero a la vez olvido que esto no debería estar pasando, que es imposible.
Acepté las merecidas críticas y tomé nota. Aunque la verdad es que lo recibieron con una complacencia inesperada y jovial. Algo en mí suspiraba aliviado. Algo que no era mi vergüenza.
 
Al rato, después de despedirnos, salí a paso lento, heroico, firme. Decidí —por algún motivo— llamar a mamá y avisarle que iba en camino. Atendió papá. Me dijo que no podía ser, que era imposible. Con la agitación de quien corrobora una locura, me contaba, titubeando, del aviso de la Policía. Y que yo agonizaba en el hospital, machacado a golpes.
En vano le dije que estaba bien, que debía de ser una confusión.
Me gritó entonces que mamá y él, en ese preciso instante, acompañaban a mi cuerpo moribundo en la sala de emergencias. Repitió que la Policía los había llamado, que yo había intentado cruzar la avenida, que me desvanecí en medio de la calle, que el conductor no pudo frenar…
Eso último me lo dice justo cuando yo cruzo decidido la Blas Parera. Alzo la vista, sin cortar la llamada. Y algo me detiene: un familiar velo nebuloso que lo llena todo.
Entonces alcanzo a oír un bocinazo, y el coche que se me viene encima, y el chirrido final de la frenada inconclusa.
 
 

Sobre el autor

Cristian Gabriel Nuñez

Nació en Santa Fe (Argentina) en 1973. Es Licenciado en Química por la Universidad Nacional del Litoral. PERTENECE AL CENTRO DE ESCRITORES CÉSAR CIPOLLETTI y es acérrimo seguidor del TALLER DE CORTE Y CORRECCIÓN coordinado por Marcelo Di Marco.

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