Los proyectiles
Cristian Nuñez
A eso de las ocho de la mañana iba caminando al gimnasio.
Mis horarios de aquel entonces resultaban bastante flexibles: ir a entrenar temprano se había convertido en un rito que me ayudaba a descargar tensiones y prepararme para el día que me esperaba.
Presté atención a la gente: apurados que evidentemente iban a trabajar, otros que sacaban a pasear al perrito y algunos pibes que andaban de vacaciones. Y uno de esos pibes me llamó la atención. Su carita de ratón, insidiosa
¾así la juzgué ya en ese momento
¾ buscaba víctimas: gomera en mano, sopesaba algunas piedras que seguro había juntado al costado de la vía. Se agazapaba, escudriñando los árboles cercanos. Esquivaba autos y bicicletas que se cruzaban. Ensayaba algunos disparos, acaso de prueba, y afinaba la puntería.
Aunque no era raro ver un chico en esos asuntos, algo me llamó la atención. Creo que fue su brusquedad, su… ¿Cómo llamarlo? ¿Odio? Había algo irredento en su mirada, una inusual falta de inocencia. No sé.
Adivinando sus intenciones, estuve a punto de reprenderlo. No por hacerme el políticamente correcto o darme aires de ejemplar miembro de esta sociedad falta de límites, sino por amor a la naturaleza, a la vida. Matar pajaritos está mal, y es cualquier cosa menos una diversión.
Pero somos esclavos de nuestras responsabilidades, de nuestros vicios y de nuestros relojes, y yo llegaba tarde a la clase. Atiné a mirar al chico con mi mejor cara de profesor, lo reprendí en silencio apretando los labios y negando con la cabeza. Me vio, estoy seguro. Y en esa cara de ratita se dibujó una risita impropia de un chico, un gesto de me importa una reverenda mierda, señor. Una porfía y una amenaza que, para mi propia sorpresa, me dio mucho miedo.
Seguí camino, y traté de olvidarme del asunto. Qué lo educaran los padres, y el karma le diera lo que merecía. Me acordé de un poema que leí de chico, y del que se me quedaron los últimos versos:
Y decid que de Dios en la balanza
no queda sin pesarse ni un gemido
Dios pesa el ¡ay! que nuestro pecho lanza
y el proyectil que desmorona un nido.
Salí del gimnasio con la cabeza en otras cosas. Ahora volvía a casa apurado por ducharme y salir para el trabajo. Al costado de la calle O´higgins —pasando la vía— me crucé con una paloma de vivos tornasoles que se agitaba en el suelo y cantaba un lamento. Se moría en soledad, tirada en la grava, aleteando sin fuerzas. Un cascote debía de haberle impactado justo en el pecho, del que ahora manaba una espesa sangre. Pateó dos, tres veces. Tiró el cogote para atrás, y recibió el alivio definitivo.
Quién sabe cuánto tiempo estuvo agonizando su muerte injusta —y si toda muerte es injusta, esta era también innecesaria—. Acaso me esperó para morir. Acaso no quería irse sin que alguien notara su desdicha. O, quizás, fue sólo una cruel coincidencia. Pero algo me apretó el corazón: esa sensación de pude hacer algo y no lo hice que nos llega tras la fatalidad.
Miré para todos lados, buscando al muchachito de mirada pérfida, al indudable autor de la obra. Lo busqué con afán ya no de maestro, sino de puro castigador. Seguro que otras heridas aves andaban debatiéndose entre la vida y la muerte, por allá y más allá. Y seguro que el asesino seguía suelto, impune. Contuve la bronca, y me sacudí esa especie de culpa que se me pegoteaba con el sudor del gimnasio.
Los ruidos de los autos, las motos y la gente me despertaron de mis pensamientos. La vida seguía, y a nadie parecía importarle el destino de ese animalito. Y el mío tampoco, claro. Me fui mordiendo las ganas de darle aunque sea un sopapo al pendenciero ese, y un buen castañazo a los padres, o incluso al inventor de la gomera.
Mañana a la mañana volvería al gimnasio para quemar las calorías.
Las calorías, y el odio.
Y, esa segunda mañana, quemé nomás. Ya volviendo del gimnasio tuve la buena idea de agarrar por O´higgins. Y pasé junto al camino que da a la vía. Y miré hacia el costado para ver otra vez a la paloma asesinada. Me detuve, todavía no sé por qué. Me quedé ahí parado, como quien descubre algo inusual, algo que no debería estar ahí.
Apreté los puños, y supongo que habré puteado al aire. No me acuerdo, tampoco importa.
Pasé ese día como me pasaba todos los días: atento a mis quehaceres y necesidades, dirigiendo como podía mi vida, aceptando como podía la vida de los demás.
A la mañana siguiente, durante otro regreso del gym, la paloma muerta volvió a conmoverme. Seguía ahí, tirada como un escombro. El viento la había movido, robándole de paso algunas plumas —las que le quedaban se me antojaron deslucidas y grises—. También advertí que unas hormigas habían comenzado su faena impostergable: nadie más que ellas parecía notar el cadáver de la paloma. Salvo yo, claro, que seguía castigándome, reviviendo su muerte y velando su deterioro.
Dije algo como esto: “Lo Justo no mide las culpas, sino que acomoda las cosas. No hay castigo, sino consecuencias”. En rigor, no recuerdo si lo dije en voz alta. Sé que lo pensé, o que pensé
¾ con otras palabras, acaso menos elegantes
¾ estas mismas ideas. Las dije o las pensé como un conjuro, un maleficio ridículo. Sí, eso supuse que eran.
Cada mañana, la misma ceremonia de detenerme ante la paloma. Me faltó dejarle alguna flor. Y debo admitir que la idea se me cruzó por la mente.
Dos días después, el lunes, regresaba de la clase de Tae Bo y noté que la paloma ya no estaba. Habría sido algún gato con hambre; o los de la municipalidad, que la habrán tirado a la basura después de cortar los yuyos. Y, sin embargo, no se tomaron el trabajo de recoger las piedritas y los cantos rodados desparramados en toda la calle. En fin…
Un poco más tranquilo, quizás un poco menos triste, me dispuse a seguir viaje.
Pero algo me llamó la atención. Una paloma, posada en el fresno de la vereda de enfrente. Una pichona.
Me miraba, y yo le devolví la mirada, embobado. Y pensé que, si no era la misma paloma —aquella paloma— era una paloma exactamente igual. El gorjeo me resultó tan familiar, tan crepuscularmente familiar, que me asusté de nuevo. Por supuesto, los rasgos distintivos de una paloma son muchísimos menos que los de un ser humano. Obviamente, no podía tratarse del mismo ejemplar. Obviamente, el gorjeo no era el mismo que me atormentara en aquellos estertores finales. Recordé el tornasol de las alas, medí el tamaño, calculé el peso, evoqué esa mirada perdida. La pichona —esta pichona— no se movía. Giraba su cabecita con esa animosidad instantánea común a su especie.
Y noté, en el pecho, la mancha carmesí.
Si era una coincidencia, era también una ironía o una negra broma del azar. Si yo estaba soñando, entonces me habría desmayado en el gimnasio por un golpe de calor o el exceso de esfuerzo. Si mis emociones me jugaban una mala pasada, me lo merecía.
Pero, si resultaba ser cierto —si ese animal era en esencia la misma palomita, resuelta a resucitar y vivir— el mundo me parecería desde hoy un lugar más tolerable y más incomprensible.
Pero las extrañezas no me darían tregua: oí los pasos acelerados que se aproximaban al cordón de la vereda. Me di vuelta, y reconocí al muchachito pendenciero, que seguro quería cruzar. Lo atajé con unos reflejos que me sorprendieron. Lo detuve a mi lado, mientras una F100 venía maniobrando desde la esquina.
No sé —nunca sabré— por qué detuve al joven, cuando en realidad no corría ningún riesgo: la camioneta venía a unos treinta metros y aún le faltaba cruzar el paso a nivel. Debí de haber intuido una desgracia. Debí de haber maliciado algo. O eso quiero pensar, porque si no, la coincidencia resultaría demasiado trágica. Si lo hubiese dejado cruzar la calle, si no lo hubiese detenido…
Noté entonces la carita de rata del pibe, su sonrisa socarrona, sus ojitos brillantes, su mano apretando la gomera. Lo solté con asco, y lo aparté de mí.
Si tan solo lo hubiese retenido un instante más.
Porque en seguida oí un zumbido como de flecha. Y un grito de dolor cuando la F100 ya había pasado junto a nosotros después de pisar un montón de cascotes. Y vi al nene que se llevaba la mano al pecho, del que brotaba un grueso hilo de sangre.
Tardé unos segundos en entender lo que había pasado; apenas unos segundos menos de los que tardé en asimilar esa ironía del destino. Porque aquello no podía haber sido una casualidad. Qué posibilidades había de que tremenda rueda de tremenda camioneta mordiera justo una piedrita. Qué posibilidades había de que justo esapiedrita saliera disparada hacia el pibe. Será que el que a hierro mata, a hierro muere. A la F100 le había tocado el papel de verdugo. A mí, el de testigo.
Después, los gritos. Y los transeúntes que venían corriendo nerviosos, aterrados. La cara del pibe ya no era de rata. O, en todo caso, era la de una rata en pleno dolor, en absoluta agonía.
Y yo sólo atiné a darme vuelta para mirar el fresno de la vereda de enfrente.