La otra tierra
Gabriela Chiapa.
La odisea comenzó a fines del año 1910 más o menos. Mamá Berta se volvía un poco loca tratando de armar baúles, cerrar la casa, intentando que el pequeño Alfonso no se escapara. Las dos hermanas mayores ya tenían listas sus valijas, con toda la ropa bien ordenada. Cada cosa en su lugar y sin arrugas. Lidia y Norma parecían no hacer eco de lo que pasaba a su alrededor. Seguían en su habitación cantando mientras dibujaban con unos pinceles recostadas sobre el piso. Fue idea de Lidia taparse los oídos para no escuchar los llamados de mamá Berta y casi obligó a Norma a hacer lo mismo. De a ratos se regalaban miradas cómplices y sonreían como si el tiempo no pasara por ellas. Pasada una semana, a duras penas mamá Berta logró que sus pequeñas hicieran sus maletas, con la amenaza de meter bajo llave en el sótano todas las pertenencias de estas traviesas.
El viaje fue bastante incómodo. El coche tirado por caballos era estrecho, los niños no podían moverse a sus anchas como querían, el calor del verano bajo el fuego arrasador del paisaje desértico por el que venían no ayudaba en lo más mínimo. Al pasar un par de días y muchas paradas para estirar las piernas, llegaron a un paraje antes de llegar a destino. Este paraje era sitio de paso hacia las ciudades más importantes, por lo que se podía ver casi cualquier tipo de personalidades. El hotel donde se alojaron era lo bastante cómodo para esta familia de siete miembros y después de dormir en el carro, esto era un verdadero lujo. Ocasión especial para los más pequeños de salir a investigar los alrededores.
Salieron corriendo hacia el salón principal.
Casi a los gritos, Mamá Berta les pidió que tuvieran cuidado y no dejaran solo al pequeño Alfonso.
Fue tanta la emoción de estos tres niños al llegar al salón y encontrarse con una comitiva de personal de circo que andaba viajando hacia el sur, llevando su espectáculo hacia otra provincia. Salvo Alfonso, las niñas se mezclaron entre los acróbatas y payasos en busca de la mujer barbuda, que según ellas en todo circo debía existir una. Pero en su lugar, se chocaron con una mujer tan bella que quedaron con la boca abierta observándola. Parecía un ángel con su vestido largo y blanco, cabello larguísimo y dorado. La mujer miró a Lidia fijo a sus ojos y le apuntó con el dedo en medio de su pecho y con una sonrisa serena le dijo: “Cuidado”. Para Lidia eso fue una premonición más que una advertencia. Tendía siempre a llevar todo a ese plano sobrenatural y buscar sucesos extraños en todas partes.
El siguiente tramo del recorrido fue sin sobre saltos. Llegaron a la casa que se les había destinado. Una casa más sencilla de lo que estaban acostumbradas y más pequeña. Las hermanas debían acomodarse todas juntas en una sola habitación lo que provocaba varias discusiones. Lidia y Norma eran las que más sufrían por que no estaban acostumbradas a mantener el orden estricto de sus hermanas mayores y para evitar más problemas que le dieran dolor de cabeza a mamá Berta, preferían salir a explorar.
Ya llevaban más de dos semanas en la nueva casa y habían recorrido todos los alrededores del jardín sin animarse aún a ir más lejos. Lidia, que siempre llevaba las órdenes de las exploraciones, herencia de su padre, encabezó la comitiva hacia un pequeño bosque de algarrobos que se encontraba a una distancia bastante larga desde su casa. Bajo la sombra el calor del verano no se sentía tan agobiante y las pequeñas aprovecharon este momento para poder tirarse en el suelo a charlar sobre que podrían hacer en este lugar tan solitario. Estaban en lo mejor de las elaboraciones de sus próximos proyectos cuando comenzaron a sentir que les caían semillas desde uno de los árboles. Las semillas golpeaban fuerte y mientras buscaban de donde provenían la vieron allí, sentada en una rama del algarrobo más grande.
La muchacha en la rama del árbol era morena con un cabello larguísimo de un negro intenso y brillante. Su voz sonó clara y fuerte — ¿Para que vinieron acá?— mientras masticaba algo y nos miraba de forma despectiva desde su rama.
Mientras mantenía los brazos cruzados.
—No van a aguantar mucho, ya lo van a saber. No es para ustedes los blanquitos— seguía altiva provocando a las niñas.
Sin quedarse atrás, Lidia le contestó que ella no era quién para prohibirles estar donde querían y menos a ellas.
Que su papá vino por pedido de los dueños de estas tierras.
En eso el cielo se empezó a nublar con nubes oscuras y un viento muy fuerte, agobiante y caliente sopló desde el algarrobal. — ¡Estas tierras son mías!— y el grito sonó como de ultratumba mezclado con el sonido del trueno. Se zamarrearon los árboles y salieron volando cientos de pájaros hasta cubrir el cielo, formando un pájaro gigante y desde allí se volvió a escuchar — ¡Esta tierra es mía! Lo van a pagar…—
Las niñas quedaron inmóviles ante semejante aparición con la mirada fija en ese pájaro enorme que amenazaba con querer comérselas. En ese instante en el que uno decide si correr o hacer frente, se volvió a escuchar la voz de la muchacha — ¿A qué sí les dio miedo?— la risa fue tan estrepitosa como fuerte había sido la voz. —Ustedes los que viene de la ciudad se asustan con nada y para mi es pura risa verlos cagarse de miedo hasta las patas— la risa ya era burlesca y esto molestaba a las niñas, pero no se animaban a hacerle frente después de lo que vieron hace unos instantes.
Aún les palpitaba el corazón.
— Yo que ustedes, le voy diciendo al papá suyo que se quieren ir yendo, nomás les advierto. Si siguen por acá, les va a pasar cosas muy mala y se los digo yo ¿No te lo avisaron hace unos días allá en ese hotel?— Comenzó a descender de su rama muy lento, parecía casi como una serpiente bajando por el tronco del árbol. Lidia estaba más que asustada, recordó la advertencia de la bella mujer rubia “Cuidado”. ¿Cómo podía saber eso esta muchacha? Antes que la morena tocara el piso Lidia y Norma salieron corriendo a casa, cerraron de un tirón la puerta y se encerraron en su habitación temblando abrazadas y con el corazón aun latiendo como un tropel de caballos.
Mamá Berta trató de consolarlas pero no había remedio que pudiera dar a un corazón asustado. No hablaron con nadie de lo que habían visto, solo podrían asustar a su familia y ni ellas estaban seguras de lo que habían visto. Tal vez era producto de la insolación, eso las consolaba un poco, por el miedo se les había metido en sus tiernas carnes y hacía nido en sus cabecitas. Por un tiempo no volvieron a salir a explorar más que los alrededores del jardín de la casa y siempre con alguien cerca de ellas. Nuna, la niñera y sirvienta de la casa se había percatado del cambio. No era mulata, pero tenía en sus genes la sangre de los africanos que habían logrado llegar a esta tierra y desde sus ancestros, había aprendido a leer ciertas señales. Por eso supo antes que nadie que lo que tenían las niñas era un temor a algo que se les había aparecido. Sentía en el aire que algo malo se les había acercado, un aire demoníaco las envolvía sin dejarlas libres en ningún momento. Intentó conjurar a sus antepasados por ayuda y de ellos obtuvo un remedio a base de hierbas para protegerlas. Logró que las niñas tomaran esa infusión pero aún seguían pálidas y ese tufo demoníaco no se iba de su lado. A solas con ellas les pidió que le relataran tal cual lo que les había pasado y como pudieron le contaron todo a Nuna, no sin temblar con cada cosa que recordaban. La niñera se dio cuenta que la familia entera corría peligro por lo que les dio de beber esa infusión a todos, salvo el padre que casi nunca estaba en casa por que andaba en medio del campo con su trabajo de registrar todo el terreno.
Al poco tiempo las niñas empezaron a recobrar su vitalidad. Se las veía jugar ya sin temores y cada vez más se animaban a alejarse nuevamente del jardín. Decidieron que era momento de enfrentar lo que habían visto, querían saber si era verdad o solo lo imaginaron. Nuevamente llegaron hacia el bosque de algarrobos y vieron a la muchacha morena sentada al pie del árbol más grande, como si las estuviera esperando. Su cabello largo le rodeaba los pies y en sus manos tenía vainas de algarroba que las iba mascando y escupiendo. Antes que las niñas se acercaran más las señaló con su dedo fino y huesudo y les dijo —No se crean que esa mierda que les dieron los van a proteger. Aún la maldición está sobre ustedes blanquitos. Ustedes no saben quién soy yo pero toda la gente de por acá me conocen y saben que conmigo no se meten. Yo soy Sofía… ¡la bruja Sofía!— Y al remarcar su nombre hizo temblar las raíces de los algarrobos que estaban cerca de Lidia y Norma. Esta vez las niñas no se quedaron, le dieron la espalda y se fueron del lugar.
Rara vez volvieron al lugar, nunca solas, y nunca más vieron a Sofía en el bosque de algarrobos. A veces creían verla desde la ventana, sentada en la rama de algún árbol, o sentían su nombre repetido en el viento de alguna tormenta.
Pasó poco tiempo y sobrevino la primera tragedia.
Mamá Berta no les había contado pero esperaba un nuevo integrante de la familia. El parto se complicó y nadie pudo ayudar a la pequeña que venía en mala posición. El cordón umbilical se le enredó en el cuerpo y no la dejó respirar bien. Murió casi a la hora de nacer. La casa se sumió en tristeza. El padre se encerró en su estudio y pocas veces salía de allí. Se sabía cuándo estaba allí por la luz que se dejaba ver por el espacio bajo la puerta. Lidia se recostaba en el dintel de la puerta y sollozaba bajito para que no la escucharan. Sentía que ella tenía la culpa de lo que había pasado por no haber contado lo que les habían advertido a Norma y a ella.
Lograron sobrellevar ese mal momento. Pasaron algunos años sin novedades y casi se habían olvidado de la bruja Sofía y de la hermanita muerta. Ya no sentían miedo en las noches y crecían con mucha energía alegrando toda la casa, haciendo que todos olvidaran la tragedia que habían tenido que vivir. Pero luego ocurrió lo peor. Sofía se presentó en el jardín mientras las niñas jugaban bajo en álamo. Esta vez se acercó tanto que podían olerla y sentir su respiración sobre sus caritas. Ella les apuntó nuevamente con el dedo, como tiempo atrás, pero tocando el pecho de Lidia y le susurró: “Cuidado”.
Sin tiempo a reaccionar, la bruja Sofía se había esfumado de la vista de ellas. Lidia salió corriendo hacia la casa. Estaba segura que algo malo iba a pasar. Pero fue tarde, cuando entró vio a los médicos hablando con mamá Berta y ella se tapaba la cara desconsolada.
El padre cayó enfermo de neumonía según los médicos. La edad no ayudaba a su mejoría y la vida de sacrificios en el campo no había ayudado mucho en su salud. Lidia no se despegaba de su lado sosteniendo su mano todo el tiempo sin importarle los regaños de Nuna y de mamá Berta. La culpa la consumía por dentro y fue a contarle a su mamá lo que había pasado casi cuatro años atrás. Mamá Berta la consoló con su abrazo y le dijo que no creyera en esas tonterías, que esto eran cosas que pasaban en la vida y que tenía que aprender a lidiar con la muerte, porque “a esa, a esa sí que hay que temerle y es de verdad”. En pocos días el padre de esta familia cedió espacio a la muerte. Ya no hubo luz debajo de la puerta de su estudio. La alegría se había consumido, no quedaba nada en esta tierra nueva que mantenga a esta familia atada a un lugar que no les había dado más que penas y pocas alegrías.
Juntaron lo que más necesitaba y lo demás lo regalaron o vendieron, salvo un cuaderno de notas del padre que Lidia se había dejado a escondidas. Se marcharon hacia su casa en la lejana Buenos Aires, pero esta vez iban con las caras tristes y vestidas de luto. Pasaron cerca del algarrobal y Lidia miró por la ventana, allí estaba la bruja Sofía y las miraba altanera parada sobre la rama donde la vieron la primera vez. Lidia estaba segura que había escuchado su risa burlona y macabra y trató de taparse los oídos para no escucharla, pero la risa estaba dentro de su cabeza. Pasó el tiempo y la vida en esa tierra lejana solo era un recuerdo que Lidia nunca supo olvidar. Lo dejó plasmado en un libro donde narró su infancia, para que nadie olvidara a su padre al que tanto amo y que tanto bien hizo a esta nación. Los años pasaron largos, pero un día recibió una carta de una amiga que había dejado allí en ese paraje lejano. Le contaba sobre la bruja Sofía. La había conocido hacía poco y esa morena le había presentado a un bello caballero llamado Juan Bautista con el cual se iba a casar en breve. Estaban todos más que invitados a la ceremonia. Lidia ese día se vistió de negro todo el día.
Sobre la autora
Gabriela Chiapa
Proveniente de un pueblo llamado General Alvear, al sur de la provincia de Mendoza, Argentina. Comenzó éste camino de la escritura desde sus años en la escuela secundaria, pero solo algunos textos esporádicos. Luego, al cumplir 35 años, sintió que debía dedicarse de lleno a escribir lo que su cabeza creaba.