El ojo de la aguja
María del Mar Agredo
Capitulo 1
Son las tres de la tarde en Singapur y el sol calienta a treinta y tres grados a pesar de las nubes grises que anuncian lluvia en el cielo. Hoy no es un día cualquiera, es el primer día del Qingming, el festival chino en que los cementerios se convierten en el lugar de reunión entre los vivos y los muertos. Los primeros llevan flores, comida y queman ofrendas para los segundos. Me encuentro tomando unas fotos en el Cementerio Choa Chu Kang (1), el único cementerio que alberga todas las etnias y religiones de este país -budistas, hinduistas, musulmanes, cristianos – en sus tumbas y columbarios (2).
Pasadas un par de horas entre lápidas y humo, me dirijo de vuelta a casa, pero un inesperado desvío en el camino del cementerio me lleva hacia la calle Hindu Cemetery path 1. donde conoceré a la familia Krishnasamy.
Camino, curiosa, hasta una pequeña colina donde reposan las tumbas hindúes. Junto a estas, a la sombra de un árbol, se encuentra sentado un hombre chino de unos sesenta años, vestido con una pantaloneta de tela impermeable, camisa sin mangas, botas pantaneras y gorro de explorador. Él y yo somos las dos únicas personas que se puede ver alrededor y le llama la atención verme caminando sola por estos lados del cementerio. Intercambiamos palabras hasta que me dice:
–¿Ve todas las lápidas que hay aquí? – señalando las numerosas losas talladas.
–Todas las he hecho yo – y al decir esto un brillo en sus ojos revela el orgullo que siente por su trabajo.
Miro detenidamente los intrínsecos detalles de las lápidas: los textos en tamil e hindi, los candelabros tallados y los rostros de hombres y mujeres impresos nítidamente en el mármol reluciente.
–Ahora estoy esperando a una familia hindú que viene a enterrar a alguien–Me dice el señor señalando la fosa recientemente excavada.
Me encuentro con la mirada fija en la sepultura y absorta en mis pensamientos, cuando de repente estos se dispersan por el ruido de la música que se acerca a mí. Es una melodía alegre que contrasta con el aura melancólica que mi alma adquiere en este cementerio. Es una música que me arrebata la tristeza, es una música que uno no imagina escuchar en un cementerio, pero este es un cementerio asiático, y se puede esperar cualquier cosa. Pero de seguro que no me espero lo que veo a continuación: una carroza funeraria con altoparlantes gigantes en el techo; el parabrisas tapizado por dos banderas del Manchester United y un ramo de flores; sobre el capó, la fotografía de un hombre Indio de tez morena y bigote; el parachoques, sosteniendo seis estatuillas doradas se ha convertido en un altar; el techo deslumbra con las figuras humanas y doradas que brillan intensamente con los pocos rayos de sol de esa tarde.
El cuerpo de la carroza, donde se encuentra el ataúd, es de cristal y va decorado en el exterior también con banderas grandes del equipo de fútbol y guirnaldas de flores amarillas que cuelgan como una cortina. En el interior de la carroza, los espejos en el techo y el suelo reflejan como un caleidoscopio psicodélico las esculturas de dos caballos blancos. En la parte delantera, pareciera que guiaran el ataúd dorado y descubierto. Cuatro hombres con camisetas estampadas con el nombre de la compañía funeraria “Singapore Indian Casket” bajan el ataúd de la carroza. Y es así como, entre música de melodía alegre y la voz aguda de alguna cantante india que fluye a través de los altoparlantes y devora el silencio sepulcral, veo llegar el cuerpo del señor Krishnasamy.
Su cuerpo va vestido completamente de blanco y solo alcanza a verse hasta su pecho, pues su vientre y piernas se encuentran sepultados bajo una cama de guirnaldas gruesas de flores y pétalos de colores. A la altura de sus pies reposan dos balones de fútbol nuevecitos con firmas de amigos y familiares en tinta roja. Sobre su cabeza se enrolla un turbante blanco y un penacho de pliegues de tela le adornan como una corona. Su rostro, al igual que la tela que le rodea, es blanco y mortecino, y en nada se parece al hombre moreno y robusto que muestra la fotografía.
Anand, uno de los miembros de la compañía funeraria, es un hombre Indio, robusto, de piel trigueña y barba. Tiene una cara juvenil que contrasta con su cuerpo grande marcado por tatuajes tribales en tinta negra. Los múltiples aretes que tiene en su rostro – en la nariz y en la ceja de su ojo izquierdo- resaltan con el brillo sobre su piel canela. Tiene una mirada seria pero amable y emana un aura de autoridad y de que sabe lo que hace. Y sí que lo sabe, pues él es el encargado de guiar la ceremonia fúnebre para el señor Krishnasamy.
Esta ceremonia no será igual a las que vemos en la India, donde está permitido cremar cuerpos a la orilla del río. Aquí, en la ultramoderna ciudad de Singapur, las estrictas normas han modificado los rituales funerarios. Sin embargo, estos aún permanecen fieles a las prácticas de la India. Generación tras generación, los migrantes Indios transmitieron miles de años de tradición religiosa, tal cual como lo veré hoy.
La ceremonia inicia con Anand a la cabeza del ataúd y una fila de hombres que se acercan al cuerpo. Todos tienen sus manos en forma de cuenco sosteniendo unas bolas de arroz (las cuales me entero más adelante que se llaman pindas). Anand les guía y éstos colocan las pindas sobre el pecho del cuerpo. Este es el alimento que acompañará a su espíritu en el viaje hasta la reencarnación, según narran los antiguos textos. Por último, se acerca una mujer vestida de azul y mirada dura, deposita su pinda y deja escapar algunas lágrimas. Es la esposa del señor Krishnasamy y aunque la tristeza carcome su alma, su cuerpo no deja de aparentar serenidad.
Un grupo de cuatro jóvenes que estaban sentados en el andén se ha puesto de pie. Son los músicos que con sus tambores colgados al hombro van tocando de manera rápida y rítmica. Todos están vestidos con una camisa color naranja de manga corta y un sarong negro que se envuelve desde sus caderas hasta las rodillas. Uno de los jóvenes, de cuerpo fornido y corte de cabello en cresta, cautiva mi mirada con su tatuaje de una swastika en llamas en su cuello, marcando su identidad hinduista. Él es quien lidera el grupo que encabeza la procesión desde la parte baja de la carretera hasta la colina donde la tierra fresca de la fosa espera el ataúd como una boca abierta que espera su bocado.
Seguido viene Anand quien camina con una caracola en sus manos la cual sopla continuamente emitiendo un sonido agudo y seco como el de una trompeta. Él va guiando al grupo de hombres que cargan el ataúd en sus hombros, mientras algunas mujeres les tiran pétalos de flores a su paso. El sonido de la caracola ceremonial proviene de la boca humana de Anand y de una concha sacada del mar, pero parece el canto de un ángel que avisa a la muerte que ha llegado un nuevo cuerpo para su reino.
Con mucho cuidado depositan el ataúd dentro de la fosa y un hombre de la compañía funeraria desciende con él. Se asegura que el cuerpo y la manta que lo cubre se encuentre organizado y sacude algunos pétalos de flores que han volado sobre el rostro pálido e inerte del señor Krishnasamy. Los músicos continúan tocando los tambores mientras los familiares se organizan en una pequeña fila. Cada uno pasa un manojo de tierra del suelo al señor que se encuentra en la fosa con las manos extendidas. Puñado a puñado se va cubriendo el cuerpo y su tela blanca ahora es amarilla y las flores parecen ahora plantadas en el césped de su regazo, como si su vientre fuera un pequeño jardín.
Una excavadora va sepultando con gigantes porciones de tierra el ataúd. Los tambores retumban al son de los moles de barro que van cayendo. Y en un diálogo rítmico entre redobles y el eco de la tierra, la fosa se llena.
El cierre de la ceremonia lo hace la señora Krishnasamy, quien carga sobre su hombro derecho un cántaro de barro que tiene en su base un agujero. El agua se derrama a su paso mientras ella da tres vueltas alrededor de la tumba. Mientras tanto, el humo del incienso que han encendido al pie de la fotografía del señor Krishnasamy, danza sobre su rostro como si quisiera hacer parte también de este último baile con su mujer.
Con la última vuelta termina esta ceremonia y todos se marchan caminando lentamente. Me despido de ellos estrechando algunas manos e intercambiando sonrisas. Dos hombres muy amables se ofrecen a acercarme hasta mi casa en su camión. Me subo en la parte delantera, con mis delgadas piernas estrechas entre sus grandes cuerpos. En cuanto cierro la puerta noto caer sobre el parabrisas las primeras gotas de lluvia. Esas gotas que aguardaron pacientemente en las nubes esa tarde en Singapur mientras le dábamos la despedida al señor Krishnasamy, a quien nunca conocí, pero cuya partida me guió hacia esta familia India que me abrió su corazón y me recibió como una de ellos.
El camión arranca y atrás queda la colina y la tumba del señor Krishnasamy.
Su cuerpo yace en la fosa del Hindu cemetery path 1, pero su alma vaga por el universo
Episodio 2.
A los ocho días tomo un bus que me lleva hasta la casa de la familia Krishnasamy, quienes me han invitado a la ceremonía de iluminación que se realiza siempre una semana después del entierro. Me acerco tímidamente a la puerta y me recibe la señora Krishnasamy con una sonrisa y los brazos extendidos mientras cruza el pasillo hasta abrazarme. Su gesto de dulzura me conmueve, pues en este país, baluarte del desarrollo capitalista, la amabilidad es un bien escaso. Había olvidado cómo se siente el calor humano y esta mujer en luto me lo recuerda. Me quito mis zapatos en la entrada como se acostumbra hacer en este lado del mundo y piso la baldosa cálida con mis pies descalzos. Otras sonrisas de hombres y mujeres que me recuerdan desde mi visita al cementerio me dan la bienvenida.
Entro y lo primero que veo es una figura humana sentada en una silla. Es como un cuerpo que se ha esfumado y ha dejado sus ropas intactas aquí en la sala con todos nosotros: sus pantalones, su camisa blanca y un chaleco negro con cuello en uve del cual sobresale la fotografía del rostro del señor Krishnasamy. Parece un muñeco de año viejo, pero sin relleno, sin pólvora ni sustento. Su billetera de cuero negro reposa en sus piernas de tela, junto a una bandeja de frutas frescas. A sus pies, sobre un tapete de hojas de plátano, se extiende un banquete de comida india: arroz, pasteles, panes, frutas, dulces y varias bebidas servidas incluso con pitillo. Todo esto era su comida preferida.
Una mujer joven con ojos almendrados me invita a sentarme y me trae un té de rosas en leche típico de la India. Sentada, recorro la sala con mi mirada y hay algo que llama mi atención: los cuadros, fotografías, espejos e incluso la pantalla del televisor han sido cubiertos con mantas y cobijas, como quien no quiere dejar a la vista un reflejo.
–Cubrimos todos los reflejos y las imágenes de las deidades en la sala para que el alma no se confunda ni se pierda. En el hinduismo creemos que cuando alguien muere, su alma queda vagando por dieciséis días antes de reencarnar– me explica Sunil, un hombre delgado con bigote y rostro carismático que está sentado junto a mí. Sunil no lo sabe, pero se ha convertido en mi informante y gustosamente me explica todo lo sucede a continuación en la ceremonia.
–Mira Maria, él es el sacerdote, él puede leer las escrituras sagradas en sánscrito–me dice señalando a un hombre de entrada edad, vestido con un sarong blanco, sin camisa. Dos collares de cuentas gruesas cuelgan de su cuello y tres líneas de ceniza cruzan su frente horizontalmente. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas y con un libro entre sus manos, da inicio a la ceremonia. Enciende un par de velas y prende fuego al incienso que comienza a humear por toda la casa. Un silencio profundo se apodera de la sala seguido por un canto agudo, casi como un llanto. Es la voz del sacerdote cantando los mantras védicos. Lo hace con los ojos cerrados y sus manos en posición del gyan mudra elevados a la altura de la frente. Este es el mudra de la concentración y de lo que Sunil llama “conexión divina”.
Con la melodía de los mantras de fondo, Sunil continúa susurrando a mi oído su explicación:
–¿Ves esa vela que está ahí en el altar? –se refiere a una hermosa lámpara dorada con una mecha que flota en aceite.
–Esta vela la encendemos hoy y la dejamos prendida por ocho días para que guíe el alma del señor Krishnasamy– me inclino hacia Sunil para no perderme ni un solo detalle de su explicación.
–El mundo de los espíritus es oscuro y hay muchos caminos, por eso es muy fácil perderse. Pero esta luz lo guiará. Es como si fuera el ojo de una aguja ¿sabes? Tan pequeño, tan diminuto. Su alma debe encontrar esta luz y entrar por ella como un hilo entra por una aguja –Y cerrando su ojo derecho Sunil enhebra una aguja e hilo invisibles que sostiene entre sus dedos.
Al finalizar la ceremonia, la señora Krishnasamy desmonta cuidadosamente las ropas, dobla los pantalones y alisa con la mano la camisa; toma los platos con la comida preferida de su esposo y vacía todo en una bolsa plástica. Trata de ocultar la tristeza agachando la mirada. Sabe que esta será la última vez que verá estos objetos en su casa, porque dentro de ocho días esto será llevado a la orilla del mar para ser incinerado por el sacerdote en un último ritual.
Y al marcharme, mientras voy mirando el mundo a través de la ventana del bus, pienso cuán efímera es la vida: es un pantalón y una camisa que quedan vueltas cenizas o un cuerpo inerte vestido de blanco cubierto por barro y flores. Pero ahora entiendo que sin importar qué tan oscura sea la muerte siempre habrá el ojo de una aguja que guíe nuestra alma con su luz de regreso a casa.
Referencias
1. El cementerio Choa Chu Kang funciona como un gran centro conformado por cementerios más pequeños (uno por cada etnia) y es el único cementerio donde aún se realizan entierros. Estas dos particularidades hacen de Choa Chu Kang un lugar único en Singapur, el cual contrasta con los cementerios étnicos (de uso exclusivo de una etnia o religión) que se encuentran diseminados por el país.
2. El tema funerario en Singapur es bastante particular debido a dos elementos: la escasez de tierra y la diversidad étnica del país. Con una extensión territorial de tan solo 729 km2 y una población de seis millones de habitantes, es uno de los países más densamente poblados. A esto se le suma que Singapur reconoce cuatro religiones oficiales (budismo, hinduismo, islam, cristianismo) para las cuales debe proporcionar libertad de expresión en cuanto a los ritos funerarios. Varias de estas prácticas fúnebres han sido adaptadas a la situación particular de Singapur, por ejemplo, promoviendo la cremación sobre el entierro en las religiones que así lo permitan; o en la construcción de crematorios regulados por entidades gubernamentales y autoridades religiosas (como en el caso de los crematorios hinduistas).