El Evangelio Dimas de E. Ravalli
Cristian Nuñez
Quia per sanctam crucem
tuam redemisti mundum.
Con este epígrafe podría haber comenzado el Ingeniero Ernesto Ravalli la inédita y secreta monografía que compuso en Montevideo, en el otoño de 2012, y de la que nos ha remitido una copia para su estudio —las únicas condiciones fueron que después debíamos romperla o entregarla al fuego.
Para ocupar aquellas tardes plomizas y tediosas —suponemos—, Ravalli habrá leído algún folleto parroquial o, tal vez, hojeado el tratado de teología del Presbítero Dr. Henrich Cases. Más verosímil —y no por eso más verdadero— es que bien pudo consultar el Kristus och Judas, del vituperado Nils Runeberg, y, acaso, inspirado por su dialéctica vertiginosa y profana, vislumbró un hecho que creyó inadvertido hasta el momento. Entonces, luego de una laboriosa meditación, llegó el fruto contundente y fatal: El Evangelio Dimas.
Las sagradas escrituras nos refieren que Jesús había compartido el martirio —y la muerte— con dos ladrones crucificados junto a él. Ningún texto canónico menciona el nombre de los malhechores, pero algunos evangelios apócrifos los identifican: Gestas a la izquierda de Jesús y Dimas a su derecha. Ravalli desafió —o quiso desafiar— aquellas convenciones y disonancias, y por eso recurrió a un título acaso profano. Así, Ravalli declaró —o quiso declarar— que la clave de Dimas —al que la tradición llama «El buen ladrón»— es la llave mágica y portentosa de La Verdad.
Marcos, Mateo y Juan no dicen nada sobre los dos criminales crucificados en el monte Calvario junto a Jesucristo. Lucas, en cambio, les otorga un papel importante en aquel conmovedor episodio. Compañero de suplicio, está el ladrón a la derecha de Jesús, en esos instantes últimos mientras el sol aún está en lo alto. Lo llama y le susurra una frase que encierra la cifra de su existencia y de su memoria en el alma de la Humanidad.
Por otra parte, Gestas, el criminal político de la izquierda, increpa a Cristo: «¿No eres tú el Mesías?». Y luego ruge: «¡Pues sálvate y sálvanos a nosotros!». Dimas se endereza entonces sobre sus pies ensangrentados, y reprende al incauto por aquella actitud. Y después, con humildad, se dirige a Jesús: «¡Acuérdate de mí, señor, cuando entres en tu reino!». Y Jesús responde: «En verdad os digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso». (1)
Ravalli nos hace notar que Dimas no dice: «perdóname», palabra dichosa siempre. Tampoco dice: «sálvame». Él dice: «Acuérdate» (No te olvides de mí).
Si a Cristo le basta su vida para encarnar la pureza, a Dimas —a ese varón abyecto— le basta solo un momento de lucidez para recibir la misericordia: Jesús revoca —oportunamente, en ese instante—, todo el pasado de Dimas.
En una primera tesis, Ravalli infiere que este pasaje describe a un ladrón común aprovechándose de la situación; un canalla que recuerda alguna enseñanza sobre la redención, oída al pasar, y busca su salvación en la gracia. A fin de cuentas: ¿Quién en Israel no conocía algo sobre las prédicas del Maestro? Dimas las conocería con el desinterés del que se sabe muy lejos de asuntos religiosos y de los dioses, y, más aun, de Dios.
A continuación, Ravalli arguye que la declaración de Dimas resultó escandalosa, tanto para el otro malhechor como para el resto de los presentes: «Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; este, en cambio, no ha cometido ningún crimen.» Así, estas palabras lo enaltecen y prefiguran su redención: Dimas es consciente de sus acciones y asume las consecuencias; en otras palabras, se hace cargo de sí mismo y de su destino.
En su conocido blog de historias y reflexiones, Coelho (paulocoelhoblog.com/2010/04/11/) nos dice:
No sabemos por qué razón Dimas fue condenado a muerte. En la Biblia, él confiesa su culpa, reconociendo que lo crucifican por los crímenes cometidos. Podemos incluso suponer que había realizado algo cruel o tenebroso que justificase para los jueces semejante final. A pesar de todo esto, en los últimos minutos de su existencia, un acto de fe lo redime y lo glorifica. (La búsqueda)
¿De qué modo operaría esa conversión? El exégeta Sebadia DeBrahí la atribuye a Dimas la mirada del rabí de Galilea: esa mirada clara en aquella cara abofeteada y escupida, la cara demacrada de un torturado.
Sin embargo, Ravalli entiende que tal conversión no tuvo lugar: para él, el acto último de Dimas encierra la concisa y verdadera obra de salvación.
Argumenta Ravalli:
Ningún hombre es tan íntimamente nuestro hermano como aquel que va a morir junto a nosotros, y nos entrega sus últimas y humildes palabras. La voluntad del Padre había sido la de tratarnos como hermanos de sangre, y hermanos fueron aquellos dos que colgaban de la cruz y que creyeron mutuamente: el uno bendecido a perdurar en la memoria de los pueblos, el otro condenado a un breve pasaje en las Escrituras. El mensaje se deslizaba tangencial en el entendimiento de los mortales. Fatal, urgente y dado al escarnio, aquel ladrón consigue la inmediata promesa de vida. Reconoce que hay algo más, y que en nosotros se abrevian la gloria y el portento. Reconoce su bajeza y no le teme a la fe. En Dimas se cifra el Hombre todo.
Tal vez el autor creyó percibir la verdad al leer:
«In cruce latébat sola déitas
At hic latet simul et humánitas» (2)
He aquí, entonces, la clave intuida y agravada: Dimas no es un pecador que se arrepiente. No provoca la alegría que provoca el hijo que vuelve a casa —como lo declara San Alfonso Ligorio en su Les plus belles priéres—. No engaña para pedir su ingreso al Cielo y reencontrarse con el Padre —como interpreta el lúcido Herman Vön Vargas en su ensayo La Undécima Estación, en el que nos dice: «[…] tal vez el Cristo, con su infinita misericordia, había venido a redimir a Lucifer encarnado en el ladrón».
A Dimas no le invade el terror en esa, su hora más oscura. Toda conversión es cosa de un instante, pero suele tener una preparación. La historia pasada, el patíbulo y el mismo Jesús eran el escenario de ese acto sublime. A Dimas no le corresponden milagros, resurrecciones ni enseñanzas piadosas; suyo es, sí, el pleno instante de creer en algo con el alma, aun en el aciago momento de la agonía. Nos mostró que el malvado tiene perdón, que el oprobio se purifica con la enseñanza y que hasta el individuo más bajo puede ser un hermano y un dios.
En aquél Gólgota tres hombres morían, y uno era de estirpe celestial. Deshecho y ultrajado de vileza, cumplió su misión para enseñar que en la compasión y la piedad nos glorificamos y nos elevamos. Dios, en su plan misterioso y de exacta álgebra, forjó a un hombre común y corriente y lo arrojó a la infamia para ser su mensajero y representante. Qué mejor Hijo del Hombre que un hijo de la humanidad: ese que en el momento final rubrica su destino con aquella petición no a Jesús —para que lo perdone—, ni a Dios —para que lo salve—, sino a nosotros. Y su única petición es la de ser recordado: que se recuerde su agonía como mandamiento primordial, símbolo de que el alma y la carne sufren. Cada hombre libra sus batallas y no sabemos nada de las heridas ajenas, pero está en nuestro corazón la ayuda divina.
Jesús, como todos los que allí estaban, actuó en forma oblicua, necesaria y abismalmente premeditada. Jesús salvó y amó a una prostituta; comió y bebió en compañía de enfermos y mal vivientes; ocupó el lugar del salteador de caminos Barrabás; encomendó su confianza a Judas de Kerioth y aceptó sus cargos para recibir la petición de Dimas. Aceptó el madero junto al ladrón para hablarle una sola vez y completar el solemne acto alrededor del cual gira toda la Historia. Pero Jesús no fue el Mesías: el Mesías fue Dimas.
Terrible conclusión a la que arriba el autor de esta tesis. Aquel «¡Acuérdate de mí!» encierra el profundo sentido religioso que los seres humanos aún no hemos podido entender. Obtusos, buscamos la maravilla y la beatitud; somos testigos de la desdicha y no hacemos nada. Dice Ravalli:
Debemos hallar en aquellos lóbregos resquicios de nuestras almas nuestra compasión, nuestra empatía y nuestra capacidad de creer en la bondad humana. Debemos amar al otro, ayudarlo, ser amables con Él, creer en Él. Debemos darle a nuestro semejante el lugar dentro del corazón como paraíso. ¡Acuérdate de mí! le dice el hombre, que sufre, al Hombre. Ése es el reino de los cielos.
Rf.
(1) De Evangelio según San Lucas 23:42
(2) En la cruz se escondía sólo la divinidad/Pero aquí también se esconde la humanidad (Adoro te devote – Tomas de Aquino)
Muy interesante cómo trata un tema harto conocido y sin embargo, todavía quedan muchas preguntas. Excelente. Disfruté su lectura.
Interesante e inquietante,por como sedesvirtuan los mitos.