El interior de las paredes

Guillermo Franco

@davidbuevil

Ha llovido tanto

            Cuando volví del almacén olvidé cerrar del todo la puerta y Rocco se escapó. Después de diez años no tengo ni una foto suya. Recorrí el barrio para ver si lo encontraba agazapado en algún patio ajeno, para guarecerse de la lluvia, pero no estaba. No podrá regresar, con toda el agua se dispersaron los olores, ya lo habrán subido a un auto y no sabré nada más sobre él. Por lo menos no tendré que tirar álbumes enteros como tuve que hacer cuando se fue Mariana.

            ¿Hace cuantos días que llueve? Tres o cuatro. El patio es un lodazal inmenso, la humedad es tanta que mis pulmones son como esponjas, las paredes sudan, se derriten como grasa. Cuando pase este clima espantoso tendré que agarrar una espátula y sacar toda la pintura, la rasco un poco para ver si se desprende aunque sea una parte. Algo se mueve dentro de ella, tiene un sonido gomoso, como brea derramándose. Rasco más fuerte y se me desprende una uña, no importa, hay algo ahí dentro, la agujereo con un martillo y sale una babosa pequeñita que repta por mi mano, deja un largo reguero de baba; un amasijo incalculable de babosas se encuentra en el agujero, parecen colmar toda la estructura de la casa.

            Mi certificado tapa el agujero, queda a un metro por encima del diván, pero ya no hay tiempo para cambiar los muebles. El paciente de la tarde tiene una puntualidad enfermiza, su silueta se ve a través de los vidrios esmerilados de la entrada, está esperando a que sean las tres en punto para tocar el timbre. Pasa y se nota que tiene un torrente en la cabeza, no me importan sus problemas, utilizo una serie de preguntas y frases que lo motivan a soltar toda su verborrea, mientras yo garabateo distraído en el cuaderno.

            Su mandíbula se sigue moviendo, pero ya no se escucha lo que dice, simplemente se abre y se cierra como si fuese una puerta movida por los embates del viento; a diferencia de los párpados que quedan abiertos de par en par. Suelto el lápiz cuando de detrás del certificado se desliza una babosa, desciende despacito hasta la cabecera del diván y se posa en el cabello del paciente; duda por un segundo a donde ir y luego entra resuelta en el oído. Pero no hay caso, él sigue hablando sin importar qué.

—        Después de cada sesión me siento un poco más liviano Dr.-habla como si tuviese una pasta en la boca—, gracias a usted y a las pastillas.

—        Y pensar que en un principio fuiste reacio al medicamento, hay que confiar en la ciencia. Pero tomá las necesarias nomás, lo que te marco siempre.

            Él viene solo por las pastillas. Está demacrado y los jeans que trae a cada sesión, ahora le quedan flojos. Aunque no muestre mejoría alguna y se haya convertido en un adicto, paga siempre a tiempo y en efectivo, con billetes sucios y arrugados que prefiero no saber de dónde vienen.

            Si no hubiese sido por Mariana habría dejado la universidad al segundo o tercer año. Psicología, ni siquiera sé por qué elegí la carrera, había que estudiar algo y no se me ocurrió nada más, y cuando me di cuenta ya estaba cursando el último semestre. La vi cuando nos estábamos ubicando para rendir un examen final, tenía el pelo suelto, negro, un negro tan profundo que absorbía la luz a su alrededor, y una mirada que me traspasó y me hizo sentir que no estaba ahí, que era una ilusión que se desvanecía.

            Extraño a Rocco, ahora mismo hubiese llenado la casa con su olor a pelo mojado, un olor asqueroso pero reconfortante. Me pregunto en donde estará ahora: con sus nuevos dueños o en una zanja, lleno de moscas. Lo extraño tanto que hasta puedo escuchar sus quejidos lastimeros, sus rasguños por la pared, clamando por un plato más de comida, cuando la veterinaria me dijo una y otra vez que deje de darle milanesas y lo saque a pasear por lo menos una vez a la semana. Puedo jurar que aquella vez Rocco me lanzó una mirada cómplice. Ahora rasguña desde adentro de las paredes hasta descarnarse las patas, y puede ser que Mariana también se encuentre ahí, apretujada entre el concreto, entre todas las babosas que se regodean entre sí, con los oídos siempre atentos a cada movimiento mío.

            No sé en qué momento hice pasar a Cinthia, mi paciente de las cuatro, se retuerce las manos en un débil intento de arrancárselas, el fieltro del diván parece picarle. Los garabatos que cubren una página entera del cuaderno indican que ella ya está acá hace media hora, trato que mi mente no se desprenda en lo más mínimo, que esté sujeta con puntales, de los más resistentes, que no se desparrame por el piso gastado.

—        Doctor. ¿Qué opina, doctor?

—        Ya hablamos sobre la ansiedad, Cinthia. No esperes a que te responda de sopetón. Volvé a formular tu pregunta de manera pausada, relajada.

—        Si tomo dos pastillas en vez de una, me siento mejor, y no me duele la cabeza ni se me reseca la boca como usted dice que puede pasar.

—        Estas pastillas te carcomen el cerebro, Cinthia. Si seguís tomando estas pastillas te vas a morir ¿Entendiste?

            Ella asiente. Agito el bote de pastillas como si fuese un sonajero. Ella asiente. Hasta pude conseguir los botes amarillos y el etiquetado. Cuando pasan el punto de no retorno ya no importa que se los diga. Les confirmo lo que ya sabían y si dejan de tomarla de golpe sienten que el corazón se les sube por la garganta y los oídos se les llenan de alfileres.

            Con los pacientes que atiendo en una tarde ya me da para toda la semana. Acompaño a Cinthia hasta la salida. El alumbrado amarillento de la cuadra junta a bichos que sisean como lijas contra la madera. No es del todo conveniente tener el consultorio en la casa, un paciente que entra en crisis puede venir un domingo y arruinar tu día de descanso, pero un buen vendedor siempre está dispuesto a cerrar un trato.

            Ahí está otra vez la camioneta oscura, estacionada al final de la cuadra, estoy seguro de que no pertenece a ninguno de los vecinos.

            Cuando Mariana vivía acá teníamos una cama tan grande que casi no quedaba espacio en la habitación, solo el suficiente para entrar y salir y también para ir hasta el ropero. Ahora tengo una cama estrecha, pegada por la pared, y la habitación se asemeja a un estudio, con libros desperdigados por todo el piso. Desde hace un tiempo no puedo terminar ni uno, cuando llego a la última página los dejo de leer por la angustia que me provoca tener que cerrarlos y colocarlos en el estante, entonces los junto debajo de la cama.

      A través de las cortinas se ve que la camioneta se va.

            Trato de terminar aunque sea uno de los libros pendientes, leeré una página hasta por lo menos quedarme dormido en el intento, escarbo entre el montón que está debajo de la cama, no debería importar el título, debería ser cualquiera con tal de romper la mala racha; sé que en el fondo del montón dejé uno que tal vez me libere de toda esta soledad, haciendo que me decida de una vez por todas. Conforme avanzo encuentro más obras roídas por el polvo, el espacio debajo del colchón debería ser ínfimo, pero un ancho pasillo se extiende indefinidamente y cuando miro atrás solo encuentro un muro altísimo.  Después de caminar hasta que se me pelaran los pies, llego a un cenagal que despide miasmas como nubes densas. La figura de una mujer se vislumbra a través de los vapores, se contornea provocativamente, tiene un pelo negro que le cae hasta la cintura.

            Suena el timbre, no sé quién podrá ser. Salgo debajo de la cama y me sacudo todo el polvo y pelusas que tengo pegados por el antebrazo.

          – Me tuviste esperando un buen rato. ¿Te olvidaste de la consulta?

        – Estaba buscando algo en mi biblioteca, no escuché el timbre a la primera. Discúlpame, Enrique. Adelante ¿Cómo está todo?

            – Acabo de atenderle a mi último paciente del día, quería extender la hora, por suerte me serviste de excusa perfecta para cortar la sesión ahí. Cuando le comenté que también sos psicólogo se quedó con cara de boba. Como si fuese inadmisible que un psicólogo consulte con otro.

            – Seguro piensa que los cirujanos se abren el pecho ellos mismos cuando tienen algún problema cardíaco-. Dije.

            – ¿Preferís sentarte o acostarte en el diván?

            – Es raro que me pregunten eso en mi propio consultorio. Me voy a acostar un rato, me duele la espalda.

            – ¿Solucionaste el tema de Mariana?

            – Primero pensé en usar cal y después ácido. No me acuerdo cuál de los dos elegí al final. Cuando me di cuenta estaba apisonando la tierra.

            -¿Era ella la que estaba enterrada o tampoco te acordás de eso?

            – No me iba a poner a desenterrarle para ver si era ella. Alguien podía aparecer en cualquier momento e iba a tener que cavar otra zanja.

            – Vas a seguir teniendo esos lapsos de alucinación hasta que compruebes si era ella -me dice Enrique-. ¿Confías en mí?

            – Es una pregunta medio boluda a estas alturas. No sé a qué querés llegar.

            – Puedo ir hasta el lugar y ver si es ella la que está. El tema es sí vas a creer o no en mí.

            – ¿Cuánto querés a cambio? – ya sé lo que me va a pedir, pero me hago del desentendido.

            – Decime quien te da las pastillas y dejame vender en mi zona, mis pacientes no tienen nada que ver con los tuyos.

            – Te acompaño a la puerta, Enrique. Es un alivio hablar contigo.

            – ¿Aceptás o no? No te hagas del enigmático, sabés que no te voy a joder.

            – Andate hasta el lugar y sacá una foto. Cuando me muestres la foto te llevo hasta el proveedor.

            – ¿Una foto luego? Pedís demasiado.

            – Ese es el precio. Una foto y te llevo hasta el proveedor.

            Me despido de Enrique y enseguida lo busca un taxi en la entrada. En ningún momento de la conversación lo vi mensajear para pedir el móvil. Además, ¿cómo sabría si nuestros pacientes tienen o no vínculos entre sí? Tras sus pasos nerviosos deja un reguero de babosas sanguinolentas, aún no me explico que significan ni como son visiones tan vividas. Las paredes de la casa retumban y se retuercen, como si tuviera mil demonios entre ellas.

            La calle se ve vacía desde la ventana del segundo piso. Enrique no me dijo cuándo iría, así que supongo que no quiere que lo sepa. El auto arranca al segundo intento, el asiento de atrás todavía apesta a Rocco. Es un lugar húmedo y frío el que elegí para enterrarla, después de todas esas paladas no sentí ni un poco de cansancio, podría haber seguido y cavado cuatro pozos más, pero con uno era suficiente. El lugar no cambió nada, las huellas de las ruedas de una camioneta se ven por el camino de barro. Apago las luces y voy caminando. Sabía que Enrique sería así de estúpido, ir al instante para no darme tiempo a reaccionar es calcular solo una jugada por adelantado.

            – ¿Estás seguro de que es acá?- pregunta el tipo que acompaña a Enrique.

            – Yo mismo le busque después de que se mande esa cagada, no me dijo nada hasta que llegué y me mostró todo. La cosa es que puede ser un delirio suyo, tranquilamente le pudo haber dejado por idiota y él se consuela pensando que tomó venganza- dice Enrique.

            – ¿Y el tema de las drogas?

            – De eso sí no tengo dudas.

            El hombre que acompaña a Enrique se me hace conocido, tiene una frente que brilla en la oscuridad y un acento de campesino que me pone nervioso. Entre el alto yuyal era imposible que me encuentren, pero el perro de mierda que dejaron en el auto no para de ladrar. Da un aullido lastimero antes de callarse y me doy cuenta de que es Rocco. El silencio se aspira de tan espeso que es, las pisadas que se acercan por la maleza enlodada se sienten como latidos.

            – Acá está el boludo de tu amigo, Enrique. Te movés medio paso y te vuelo la cabeza- me dice el suboficial Pérez.

            – Vos eras el que siempre estaba en la camioneta. Contrataste un detective, Enrique. De película.

            – Está mal lo que hiciste, entrégate y nos ahorras todo este quilombo, por favor- me dice Enrique.

            – Ve lo que hay ahí abajo y después acusame de lo que quieras- le digo.

            – Igual con lo de las drogas te tenemos de las bolas- dice Pérez. Con toda la penumbra se le nota la avaricia en los ojos.

            – Cavá y decime, Enrique. Era el trato. Yo también quiero saber.

            Enrique conoce el lugar de memoria, igual que yo. Lo imaginó una y mil veces y no dejó que se le escape ningún detalle de lo que podría ser el paradero de Mariana. Cada palada la da con miedo, era él el que debería haberse quedado con ella, pero las cosas ya están hechas.

            – Cuidado que con una palada en falso le partís el cráneo a la mitad, puede quedar más destrozada de lo que pensás- le digo.

            Enrique se detiene, cava hasta la altura de su cintura y parece haber llegado.

            -¿Es o no es, Licenciado? Avísame si hay espacio así le metemos a este loco de mierda en el pozo- dice Pérez.

            Enrique se desparrama en el pozo y ya no lo vemos. Pérez me sigue apuntando con el revolver mientras se acerca para ver si Enrique se desmayó sobre el posible cadáver de Mariana. Inhala profundo, toma el impulso para vomitar desde su desayuno hasta la cena.

            – Dale Pérez. Decime que hay.

            Un estallido resuena y me revienta los oídos, fue uno de advertencia. Pérez me mira como si yo fuese a saltarle a la yugular. Ya no me importa nada y me acerco, puede meterme las balas que quiera pero en la zanja hay algo que debo ver.

            Un disparo más me deja aturdido, si la intención era dejarme sordo me hubiese volado las orejas. Me apunta al pecho, miedoso y acurrucado en el barro.

            -¿De qué tenés tanto miedo, Pérez?

            Agita el revolver como si fuese una maraca, como si fuese algo pegajoso que se quiere quitar a toda costa. La piel se le vuelve gomosa y suda tan espeso que parece gelatina, los brazos se le encogen y el torso se le ensancha. Se arrastra hacia mí y suelta el revolver dando un último disparo, involuntario. Rocco aúlla desde la camioneta como si le hayan quebrado una pata, creo que el tiro le acertó.

            Lo saco de la camioneta y lo abrazo fuerte, el pobre Rocco, tiene el pelo blanco manchado de sangre. Hubiese preferido no haberlo encontrado nunca. Era el infeliz de Enrique el que lo tuvo todo este tiempo. Nos subimos al auto y pongo a Rocco en mi regazo, la sangre le sigue manando y él solo se preocupa por mí. Acelero todo lo que puedo porque es mucha la sangre que está perdiendo, demasiada, incluso para un perro tan gordo.

            Me contengo para no hacer un escándalo al llegar a casa, los vecinos estarán en su quinto sueño, pero no está de más hacer silencio. Cruzo mi sala y entro al consultorio, reviso cada parte del cuerpo de Rocco, lo palpo y no encuentro ningún impacto de bala, ni siquiera algún corte, sin embargo la sangre sigue tiñendo mi ropa. Estoy muy cansado, los párpados me parecen cortinas de metal. Rocco se baja de mi regazo y me mira como indicándome a dónde ir. Se mete debajo del escritorio y lo sigo. Ahí está otra vez el pasillo inmenso, lo vuelvo a recorrer hasta dejarme la planta de los pies en carne viva. Y llego una vez más al pantano. Ahora ella ya me está esperando, sabía que vendría, su pelo negro está lleno de ramas y babosas, pero sigue teniendo esa oscuridad tan absorbente, que me llama. Estoy a punto de abrazarla y me despiertan los aullidos de Rocco.

            Está en el rincón, con la cola entre las patas. Detrás de mi sillón la pared se rompe y miles de babosas caen como si fuesen los caramelos de una piñata. Ella rompe el concreto que faltaba y sale. Pero los párpados ya se me hacen demasiado pesados y ya no logro sentir, ya no logro sentir nada, ni sus uñas entrando en mi cuello.


Sobre el autor

Pablo Guillermo Franco Beltrán

Nacido en Ciudad del Este, Paraguay. De profesión abogado, se graduó en la Universidad Nacional de Asunción en el 2020. En el 2019 fue ganador del segundo premio del Concurso Nacional de Cuentos Cortos del Club Centenario. En el 2021 publicó en coautoría un libro de cuentos titulado “Dibujando el alma – Ha’angahai Anga”.

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