Domingo de misa

Domingo de misa

Ilustración: @a.cristo169. (Co edición, Luisa G.)

Por Jose Enar

El domingo siempre ha sido mi día preferido. De lunes a sábado, los días lucen aburridos. En cambio, el domingo, mi amado domingo, sí que es especial.

Mis padres nos dejaban en la casa de la abuela. Jugábamos con mis primas y mis hermanos pequeños miles de juegos que nuestra mente infantil nos permitía recrear. Fabricábamos juguetes con nuestras propias manos, de la hoja de plátano hacíamos escopetas, las astillas de guadúa eran machetes, los guásimos arcos salvajes y los tubos de carrizo revólveres letales. Cualquiera diría que la violencia de las armas iba arrasando nuestra creatividad. ¡Claro! También hacíamos carros, matracas y zumbambicos y buscábamos peces barbudos debajo de las piedras del arroyo. A veces capturábamos libélulas, las amarrábamos de la cola con un hilo y las echábamos a volar junto con nuestros pensamientos.

Lo mejor, eran los juegos de roles. Mi prima, por ejemplo, era la dueña del restaurante. Ella preparaba los mejores platos para su selecta clientela, es decir: nosotros, el resto de primos, quienes esperábamos ansiosos en torno a la mesa de piedra. Mi hermano era el conductor de la “chiva”, que nos llevaría al pueblo e incluso tenía un estribillo: ¡A Bolívar, a Bolívar, apúrele, que ya nos vamos! El más pequeño de mis primos, posaba de bebé enfermo para que la enfermera le diera sus medicinas hechas de agua azucarada. Yo, el mayor de todos, era el sacerdote, celebraba la misa con extremo rigor. Era estricto con el silencio durante el acto litúrgico, aun cuando la tos del bebé enfermo se tornara intensa por momentos. Las hostias eran trozos redondos de cáscara de naranja que no minimizaban el carácter sagrado de la homilía. Pero en la tarde, regresarían ellos y haríamos la misa con las galletas de soda que mi papá traería en aquella estopa grande repleta de provisiones. Ansiábamos ese momento como nada en el mundo.

Papá y mamá salían justo después de que el padre pronunciaba el ansiado – podéis ir en paz – en la misa de la radio. Ellos se iban en paz a su día de mercado. Era hora y media de camino hasta llegar al caserío y regresaban en la tarde.

Aquel día, mi madre iba en el caballo de pelo castaño y mi padre atrás, a pie. Él llevaba su mejor sombrero, una vara para asustar los perros y la paciencia de siempre. En la cintura se había llevado mi pequeño machete. Él me lo había regalado para mis labores rutinarias, pero decidió llevarlo aquel día. Yo los vi desaparecer tras la puerta de talanqueras que había pasado la quebrada.

Al finalizar la tarde fuimos a la piedra grande, frente a la casa. Desde ahí se veía el camino al otro lado, por la loma de don Adriano. Ansiábamos ver de regreso los caballos en fila. Veíamos las nubes y rogábamos que no lloviera, porque la represa de la quebrada los retrasaría hasta la noche. Aquel día no llovió, así que no debían tardar en llegar. Seguramente, los veríamos llegar a pie, con el caballo cargado de estopas y morrales. Sabíamos que mi padrino y mi tío llegarían más tarde. Ellos siempre esperaban hasta que la cerveza hiciese el efecto de borrar las tristezas.

Pero aquel día, nadie asomaba por la loma abajo. Eran más de las seis de la tarde y las golondrinas empezaban a pasar presurosas en dirección a las peñas. Cuando llegaron eran más de las ocho de la noche. La dueña del restaurante, el chofer y los bebés estaban dormidos. Yo, el sacerdote, desperté al escuchar el tímido relincho del caballo de pelo castaño. Descargaron dos morrales pequeños y una hogaza de pan envuelto en papel periódico. Ahí se despertaron los demás y corrimos todos al corredor de la casa. Estaban todos, mi papá, mi padrino, mi tío y mi mamá. Ellos y el resto de la familia se habían reunido a contar la historia del día.

Mi padre dijo que le pareció muy sospechoso que cuando subieron la loma y entraron en el bosque ninguna vaca estuviera descansando a la orilla del camino. Sus sospechas se hicieron reales cuando abrieron la puerta de golpe, alguien saltó de entre los matorrales con la cara cubierta, vestido con uniforme de policía y con un grito le advirtió que se metiera al corral del ganado y se acostara junto a los demás, si quería seguir vivo.  Allá, tras la cerca estaban todos los vecinos, boca abajo, con la cabeza sembrada en el estiércol y las hojas secas. Eran más de cien personas y nadie se movía. ¿Acaso estarían muertos? A esa hora, ya no tenía el machete que hubiera servido para defenderse, había sido decomisado por un segundo vigilante, antes de que fuera obligado a acostarse en el suelo.

A mi mamá la habían enviado al lado opuesto, bajo los árboles de arrayan, allá estaban las mujeres. Ella vio algunas llorando, otras rezando y el resto murmurando en voz baja sobre su destino. Una vecina discutía acerca de la legalidad de aquel operativo y amenazaba con denunciar a la fiscalía. Mi mamá contó que después de unas horas todo quedó en un profundo silencio, nadie alzaba la voz, ni para espantar las moscas que paseaban encima de sus cuerpos inermes. Era casi el medio día y los uniformados se habían ido. En ese momento y aún con temor, se levantaron uno a uno. No quedaba duda, aquellos no serían agentes de policía sino tremendos delincuentes.

—Nos robaron todo —confirmaba mi padre. El proseguía su historia describiendo cómo llegaron todos juntos a la plaza de mercado, pálidos del susto, como si fueran fantasmas ambulantes. Iban haciendo conjeturas acerca de los autores del hecho y las posibles rutas de fuga. — A duras penas logramos traer lo que las revendedoras de papa y fruta nos fiaron, porque se llevaron todo lo que teníamos para comprar.

—¡Mijo! Hasta tu machete se lo llevaron —sentenció abrazándome, mientras una lágrima se dejaba caer por mi mejilla y terminaba descansando en el suelo húmedo donde reposaban aún los últimos platos vacíos del restaurante de mi prima.

Era la peor noticia que pudiera escuchar, yo le había comprado una nueva funda de cuero y me parecía la espada de un guerrero de la Atlántida. Era el machete para trocear las chamizas, cortar los racimos de plátano y cortar el pasto para los cuyes en la zanja que pasaba frente a la casa.

Realmente no acertaba a comprender cómo existían seres humanos tan indolentes. Para ese momento no sabía de la repugnante existencia de ladrones. ¿Qué necesidad tenían de llevarse mi precioso machete? Mi padre me lo había regalado hacía tan solo unos meses para que fuera lo que debía empezar a ser: un hombre de campo, amante de la agricultura y de la vida. Pero aún faltaba algo, así que corrí a buscar el paquete cuadrado de galletas entre las pocas cosas que traían los morrales semivacíos.

El domingo siguiente, debido a la falta de galletas, decidimos omitir la eucaristía en nuestras sesiones de juegos de rol. – Juguemos a policías y ladrones – propuse, sin advertir en mi inocencia la sinonimia de aquellas palabras.



2 comentarios en “Domingo de misa”

  1. Buen relato. Basado en hechos reales y fluido como las aguas diáfanas que rodaban por la zanja. A José Enar felicitaciones y a ustedes gracias por la oportunidad brindada.

  2. Carmen Elisa Giraldo

    Es una historia tan bella que parece irreal. Jose Enar conoce el delicado arte de convertir en literatura sus vivencias, sin que pierdan la ingenuidad, sin juicios de valor, sin denuncias panfletarias. Es la vida como es, con su lado amable y sus afiladas garras.
    Me encanta su estilo natural y fluido, su evocación de la niñez inocente y el inesperado contraste con la violencia.
    Felicitaciones al autor !!!

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