Guillermo Franco
Debía apurarse, porque la grieta en el cielo empezó a ensancharse.
Ya no fue al trabajo, aún le quedaba más de la mitad del sueldo y si solo lo gastaba en comida podía durarle un mes. Llegó a casa y buscó entre las cajas del depósito, había demasiados proyectos inconclusos, pero no podía dar con el definitivo.
—Ana, ¿te acordás de los bocetos que una vez te mostré? ¿Los de El Hombre Sombra?
—Mm…si mal no recuerdo estaba en el tercer cajón de tu escritorio —le respondió Ana.
Había tirado el escritorio con la excusa de que necesitaba dinero para pagar el alquiler y el mantenimiento del auto, pero la verdad era que aquel armatoste le recordaba su cobardía. Lo tenía que ver todos los días y cada mañana, al despertarse. Elegía comer bien antes que dibujar. Si alguien le preguntaba a qué se dedicaba y él decía “dibujante”, le volvían a formular la pregunta.
Ana lo apoyaba por obligación, pero también sufría cada vez que le preguntaban por él, así que cuando le dijo que le ayudara a tirar la mesa de dibujo, saltó del colchón y agarró una de las puntas de la mesa.
Fue al vertedero a buscar la mesa de dibujo. Los zapatos se le mancharon con el jugo verde y humeante que había en el piso, toda la basura acumulada se deshacía y luego se mezclaba como una composta gigante.
El sol ya se estaba metiendo y se desesperó. Cuando desapareciera del todo, los centinelas rojos merodearían en el cielo y tendría que esconderse en cualquier montículo. Al fin encontró la mesa destrozada en el último extremo del vertedero, forzó el último cajón y ahí estaban los bocetos sucios.
Fue a su departamento y cruzó el porche chamuscado, en la escalera tuvo que dar pasos grandes para pasar por encima de quienes habían quedado a mitad de camino; ya se escuchaba el zumbido de los centinelas.
—Cerré las ventanas y les puse un mantel encima —le dijo Ana—. Así no se escucha nada desde afuera y podemos por lo menos hablar en susurros. ¿Qué te parece?
Él la alzó y la tiró al otro lado de la puerta, y antes de que ella pudiera levantarse la cerró con llave. Su respiración entrecortada llegaba desde el pasillo, él apoyó la oreja por la puerta y escuchó el siseo de los centinelas desde el piso de abajo; cuando se desplazaban sonaban como cortadores de pasto y cuando se ponían a trabajar eran como licuadoras. Ana mantuvo la esperanza hasta el último momento, porque no dijo ni una sola palabra.
Se puso a trabajar en los bocetos, debía ponerse a escribir el argumento y luego haría las primeras viñetas para el cómic. El ruido gris del otro lado de la puerta le dio sueño y se durmió mientras fantaseaba sobre las hojas sueltas.
Cuando se despertó y salió de su apartamento, tuvo que arrastrar a Ana para que no tapara la puerta. En un descuido la soltó y su cabeza pegó contra el suelo. Sonó como una vasija de madera. Revisó los bolsillos de Ana para ver si tenía dinero encima e hizo lo mismo con todos los que yacían en la escalera.
La luna estaba demasiado cerca de la atmósfera, se podían ver con nitidez sus múltiples cráteres y varios jóvenes se acostaron en las veredas para ver qué figuras formaban; la grieta en el cielo palpitaba como una herida abierta.
Le faltaba poco para llegar a la editorial y presentar el proyecto, había perdido la cuenta de las veces que lo rechazaron y él seguía yendo una y otra vez. A consecuencia de esos múltiples fracasos se había dado cuenta de que lo que hacía le proporcionaba un profundo placer, a pesar de que nadie apreciara sus dibujos.
—Buen día, señorita. Tengo una entrevista con el señor Ramírez, es sobre la evaluación de un proyecto, una novela gráfica para ser más específico -le dijo a la recepcionista.
—El señor Ramírez está en su oficina, pero dudo mucho que pueda atenderlo —le respondió la chica. — Aunque si lo desea puede pasar y dejar su proyecto, me voy a asegurar de que alguien lo revise y le pase el informe correspondiente.
Entró a la oficina y se encontró con el señor Ramírez tendido al otro lado del escritorio, podría haber sufrido un infarto por su avanzada edad. Se tomó el atrevimiento de comprobar si en verdad era eso y le dio dos golpes suaves en la sien. Fue como si martillara un ladrillo hueco. Había esperado demasiado como para quedarse sin la entrevista, así que levantó al editor anciano y lo sentó lo mejor que pudo en su amplia silla giratoria. La cabeza del viejo se ladeaba hacia adelante y tuvo que sujetarla con lo que encontró en su escritorio.
—Verá, señor Ramírez, sé que en varias ocasiones me senté acá mismo frente a usted y se mostró decepcionado con los proyectos que le traía, pero este es el definitivo, se lo juro. Si me permite paso a explicarle en qué consiste El Hombre Sombra.
Se levantó y fue hacia el otro lado del escritorio, agarró la cabeza del anciano y la movió con suavidad de arriba para abajo en señal de aprobación. Se tuvo que explayar mejor que nunca, porque el señor Ramírez no mostraba ningún gesto que le indicara si iba bien o mal. Al terminar la presentación hubo un silencio incómodo que no se atrevía a romper. Al final tuvo que preguntar.
— ¿Y bien, señor? ¿Qué piensa de esta idea?
Tuvo que ponerse una vez más detrás del anciano y este aplaudió eufórico la idea tan innovadora. Se podrían hacer no solo una novela gráfica, sino varias tiradas en dónde se ahondara el origen de El Hombre Sombra. Ahora debía entregar el dinero para llevar a cabo el proyecto. El señor Ramírez paseó sus dedos inertes por un cheque en blanco para poner una suma sideral en él.
— ¿Qué tal le fue esta vez, señor? —preguntó la recepcionista.
El joven hizo restallar el cheque en sus narices y ella demostró verdadero gozo por tal logro ajeno.
Ahora que ya tenía la aprobación del director debía ultimar los detalles del borrador para pasarlo a la imprenta, y luego se haría toda la publicidad necesaria para que su obra llegue a la mayor cantidad de personas. Los autos estacionados anteriormente en las banquinas ahora se hallaban en los tejados de las casas, como si una mano gigante hubiese bajado a ponerlos en un lugar que creía más conveniente; las baldosas de las veredas se desprendieron como figuritas y empezaron a revolotear como una bandada de aves. Le preocupaba el regocijo que se causaría al momento de la publicación, todo el mundo lo aplaudiría por algo que al final no comprarían. Era como pasar entre personas que le palmoteaban la espalda y al final de la multitud hubiera un abismo en el cual caería.
Al llegar a casa digitalizó todo el material, le tomó unas doce horas de corrido. Debía apurarse, no quería ver el cielo para saber cuánto tiempo le quedaba. Al bajar de la escalera ya no se molestó en esquivar los cuerpos, lo que ocasionó que el pie se le enredara en un vestido y se diera de bruces contra el piso. Al salir se encontró con cuerpos flotando a la altura del pecho, permanecían ahí, ingrávidos, como si estuviesen tomando una siesta en una hamaca; eran tantos que los tenía que apartar a manotazos. Llegó sudoroso a la editorial, cruzo la recepción vacía y fue hasta la parte trasera donde se hallaba la imprenta. Un solo operario estaba a cargo de la impresora.
—Necesito cien ejemplares de este material —dijo, y le pasó al operario el archivo a imprimir.
—El Hombre Sombra. ¿Es un antihéroe o directamente un villano? —Le preguntó el operario.
—No, nada que ver. Es un héroe —respondió indignado.
—Si un tipo que se convierte en sombra me sacara a mí de un incendio, yo mismo me prendería fuego después del susto. Returbio El Hombre Sombra, ¿o esa luego, es la idea?
Las copias salieron por la cinta de la máquina y el operario las colocó en varias cajas.
—¿Que vas a hacer después de esto? —le preguntó el operario.
—Tengo que vender todas las copias —le respondió.
El operario lo miró fijo a los ojos, dio una calada grande a su cigarrillo y procedió a sacar su billetera del bolsillo. Ahora tenía en sus manos el primer ejemplar de El Hombre Sombra y le pidió al autor que se lo firmara.
Dejó al operario atrás mientras este hojeaba el material. Ahora solo le faltaba vender las noventa y nueve copias restantes. Al salir vio a los centinelas rojos posados en las señales de tránsito; ya no zumbaban, parecían descansar después de haber trabajado tanto. Las personas seguían levitando en la vía pública, su segundo cliente chocó con él, lo trajo el viento. Procedió a poner un ejemplar entre las manos inertes de su comprador y luego sacó el importe justo del bolsillo del tipo. Así hizo con las noventa y ocho copias restantes. Cuando le faltaba vender unas veinte copias, oyó el cielo crepitar y se apresuró aún más.
Alzó la mirada y ahora sí se le presentó el cielo en todo su esplendor; la grieta se extendió como se extiende una estría en la piel apergaminada. Los centinelas vibraban de entusiasmo y a lo largo de la ancha grieta salieron miles de escarabajos gigantes que corrieron por la cúpula del firmamento. Olió los billetes que tenía en la mano y pensó en todo lo que podía hacer con ese dinero. Los escarabajos se extendieron como tinta derramada y el repiqueteo de millones de patas afiladas generó un estruendo tan álgido que los tímpanos le reventaron. Se puso a pensar con tranquilidad en qué gastaría su dinero, mientras se sumía en un silencio total y en una oscuridad casi completa.
Sobre el autor
Pablo Guillermo Franco Beltrán
Nacido en Ciudad del Este, Paraguay. De profesión abogado, se graduó en la Universidad Nacional de Asunción en el 2020. En el 2019 fue ganador del segundo premio del Concurso Nacional de Cuentos Cortos del Club Centenario. En el 2021 publicó en coautoría un libro de cuentos titulado “Dibujando el alma – Ha’angahai Anga”.