En la cueva
Jorge Labrin
Cuatro formamos la caravana: Amin, Aydeé, Yuri y yo. Arreglé los términos del contrato con cada uno antes de partir, y planifiqué la ruta con ayuda de un cartógrafo; también me encargué de conseguir los suministros para un viaje de cinco días, aunque no debíamos demorarnos más de cuatro. Pero la tormenta de arena que ahora nos aprisiona en esta cueva ha durado más de dos días. Con suerte se detiene durante una hora, o menos, y vuelve a soplar.
Al equipo lo carcome un ánimo asesino, y no por el retraso. Hoy, cuando nos despertamos, Amin fue a llenar su cantimplora y se llevó una espantosa sorpresa:
—¡El agua! ¡Se han bebido toda el agua que nos quedaba!
El equipo llegó a la conclusión obvia: un traidor había esperado a que el resto se durmiera, y saqueó las provisiones. Si no salíamos pronto, nos moriríamos de sed. Salvo por el traidor, quizás.
Debido a la ubicación de su entrada, nuestra cueva no recibe directamente los bramidos de la tormenta, y de momento nos sirve como refugio. Lo malo es que hay un espacio reducido: apenas entramos los cuatro, uno en cada esquina, y el farol que pusimos en el centro.
Desde que descubrimos lo del agua, y terminada la letanía de insultos y maldiciones, nos mantenemos en silencio y alejados lo máximo posible del otro. Temo que Yuri, el que juzgo más inestable, y el que a su vez parece ser el más fuerte, se abalance sobre mi con su cuchillo. Por eso dejé a mano el revólver, oculto entre unos papeles.
Oigo unos ruidos extraños, espasmódicos, que pronto se convierten en una risa. Amin, Yuri y yo nos miramos entre nosotros, y luego la miramos a Aydeé. Está tiritando, se tapa el rostro con las dos manos, y no para con esa risa maníaca.
—¿De qué mierda te ríes? —dice Yuri, recostándose en el suelo y con visibles deseos de pararse—. ¿Te da risa saber que vamos a morirnos de sed?
—¡Es ella! —La voz chillona de Amin corta el aire como una cuchillada. Tras mirar a Aydeé con desprecio, se dirige a mí—. La loca sabe que va a aguantar un día más que nosotros. ¡Planea comernos! ¿Por qué no la colgamos, jefe?
Creo que eso último es lo que despierta a Aydeé de su risueño ataque de terror: la idea de que, si la encuentro culpable, puedo colgarla sin más. Se levanta de un salto, retrocede contra la pared como un gato arrinconado, y señala a Amin:
—¡Me rio porque sé que fuiste tú, moro asqueroso! Anoche pensé que soñaba, pero ahora sé que fue real: el que dormía a mi izquierda se levantó por la noche… ¡Y tú estabas justo a mi izquierda!
—Loca de mierda. Si hubiera sido yo, el jefe me habría sentido también. Él estaba a mi izquierda, ¿no?
Podría haber sentido a Amin, sí. Los cuatro dormíamos alrededor del farol, casi un metro separados el uno del otro, dibujando una suerte de estrella en el suelo. Era razonable pensar que el roce que sintió Aydeé también lo hubieran sentido los demás.
—Bueno… —empiezo a decir para no acusar a Amin de golpe.
—¡¿Cómo?! —Él ya ve por donde yo quiero ir, y se levanta de inmediato. Yuri también se pone en guardia, por las dudas. Y yo, para no quedarme atrás, también me levanto. La diferencia es que acabo de sacar el revólver de entre los papeles.
Al ver mi arma resplandeciendo contra la luz del farol, ellos sacan sus cuchillos y se apuntan los unos los otros: Aydeé y Yuri apuntan a Amin; y Amin, nervioso, oscila entre apuntar a uno y a otro de sus compañeros.
La verdad, no quiero matar a Amin —preferiría que fuera Yuri—, pero si no se defiende voy a tener que pegarle un tiro. Antes de que la tensión sea demasiada, amartillo el revólver, esperando que el amenazante clicklos detenga de lanzarse contra él.
—¡Espera, espera! —Es la primera vez que veo al moro tan asustado—. ¿No ven lo que pasa aquí? Aydeé dijo eso de mí solo porque yo la acusé a ella… Por favor… —Baja la cabeza, y sé que busca en su mente un argumento, una salida, algo para convencernos. Me da pena—. ¡Sí! Alguien se está haciendo el tonto aquí.
Yuri y Aydeé me miran. Bajo el revólver, y espero a que Amin continúe.
—Yuri la agarró con Aydeé cuando empezó a reírse, quería provocarnos, hacer que nos peleáramos.
—¡¿Qué?! —responde Yuri—. Jefe, dejé de darle vueltas al asunto, solo hace tiempo
—¡No, no, no! Mira como te apura, sabe que digo la verdad. Vamos, Aydeé.
Ella se aleja de Yuri para acercarse a mí. Aún mantiene el cuchillo en alto, pero ahora apunta a Yuri.
—¡Les está metiendo miedo, dispárale de una vez! —me ruge Yuri.
Pero es muy tarde: Amin parece haberse sacado de encima su aura de sospechoso, y se la pasó a Yuri como quien pasa una piedra ardiente. Aydeé está tan asustada que se creería cualquier cosa de cualquiera. Yo lo prefiero así.
Vuelvo a alzar el revólver. Veo que Yuri se dispone a saltarme encima, así que tomó la iniciativa y le disparo dos balazos, uno para cada pierna.
Cuando Yuri cae, arrodillado sobre su propia sangre, Amin se le acerca con el cuchillo y le raja la garganta. No conforme, lo toma de los pelos y lo mantiene en el aire: y ahora la sangre del ruso brota más espasmódica y más negruzca, se derrama en un chorro único, alimenta un charco que crece y se expande en un círculo que ya casi alcanza a mojarme los pies.
Aydeé toma una olla y la pone bajo el chorro, para evitar que nos ahoguemos en una ciénaga roja. Aunque, por lo que me dice después, entiendo que le encuentra a la sangre otra utilidad:
—Podemos cocerla, así matamos a los bichos y la tomamos.
Y así hicimos. Cuando nuestro manjar está listo para beberse, dan ya las nueve de la mañana. Busco la poca comida que nos queda, y los tres nos sentamos a desayunar cerca del farol. El cuerpo de Yuri nos vigila desde el fondo de la cueva. Si anoche hubiera estado igual de vigilante…
—Si nos quedamos sin comida podemos cocinar una pierna o un brazo —me dice Aydeé, señalando al cuerpo. Amin asiente con la cabeza—. Era bien carnoso el ruso.
Después, me sirve una taza llena de sangre.
Yo la aceptó, más que nada por discreción: la verdad es que estoy bastante saciado.
Sobre el autor
Jorge Labrin
Chileno nacido en el año 2002. Con una inclinación hacia los relatos policiales y fantásticos, escribe cuentos que a veces logran publicación en una revista. Participó en el taller del escritor argentino Alejandro Baravalle (El Sur, Taller Literario), donde terminó por decidir su vocación de escritor.
Excelente cuento, y el final que cierra con un candado la traicionera historia.
Gran cuento. Felicitaciones.
Cuentazo, Jorge. Te felicito.