Saint Elmo’s

Ilustración: @luigonzalez__

Por: Vero Calvo.

Siempre viví en Saint Elmo’s, que aún hoy conserva ese aire misterioso de las casonas inglesas. Oscura y fría, para mí, es un auténtico oasis en medio del verano de Buenos Aires. Hasta los transeúntes paran a refugiarse bajo las sombras de mi vereda. Tarde o temprano, la curiosidad les gana, y por eso invaden mi intimidad con sus miradas persistentes. Por suerte, los postigones y las ventanas herméticamente cerradas les ponen un límite y, de paso, frenan los rayos de luz y los sonidos de la calle. Aunque, la verdad, los ruidos que más me molestan son los de los gatos. Todas las noches se juntan a maullar, como un coro de niños llorones. Parece que los escuchara dentro de mi cabeza.

En la casa hay varias chimeneas donde anidan las palomas. Tengo un juego de living Chippendale con sus cuatro sillas y sus respectivos almohadoncitos: en blanco, amarillo, negro y rojo. Son para mí y para las visitas personales, aunque ya no me visita nadie. Acá está la mesa en que atiendo a los clientes, con mi bola de cristal y mis cartas de tarot. Debajo de la ventana, puse el otomano que me regaló una clienta y que de a poco fui forrando con pieles de conejo.

No soporto el olor a cloro del agua de red. En tachos de pintura vacíos, traigo agua desde el aljibe. La uso para tomar y bañarme. Lo mismo me pasa con el gas: prefiero el olor a leña. Como la luz también me la cortaron, uso candelabros convenientemente dispuestos. Una de mis clientas, Irma, me regaló una fuente pintada a mano de la más exquisita porcelana.

Irma es rubia, gorda; y usa ropa con estampados de leopardo y bijouterie dorada. Pero para la fuente tuvo buen gusto. La verdad, me la merecía: gracias a mí, ella supo que su hijo descansaba en paz y la locación exacta de su cuerpo. Cuando los policías lo trajeron de aquel descampado, Irma empezó a creer. A veces la fe necesita que la ayuden.

 En fin, lo cierto es que la fuente, además de recordarme al hijo de Irma y su destino terrible, me sirve para alimentar a mis conejos blancos. El carnicero del barrio siempre me separa restos de carne putrefacta para ellos, y yo uso los huesos para prepararme mi caldo preferido. Además, están las ratas. Pensé en exterminarlas. No son buenas para el negocio, podrían asustar a los clientes. Me pregunto si no serán ellas las que atraen a los gatos llorones.

No sabía qué hacer. Me costaba mucho elegir el método para exterminarlas. La muerte por envenenamiento me parecía muy cruel. Más aún las trampas autoadhesivas, y eso que lo intenté. Pero me fue imposible verlas con los piececitos inmovilizados por el pegamento y esperar a que se murieran de sed. Como resultaban tan o más cariñosas que un hámster, terminé por adoptarlas. Son animalitos muy inteligentes. Incluso responden a sus nombres, igual que los niños. Y no hacen ruido. No ladran, ni mucho menos lloran, como esos gatos insoportables. Y solo se acercan cuando estoy sola, o sea, casi siempre, porque los clientes hace un tiempo que ya no vienen más. Irma fue una de las últimas. De hecho, hace poco me llamó, y le corté porque no escuchaba bien. Y después no sé si me habrá vuelto a llamar, porque al cable del teléfono se lo comieron las ratas.

Lo cierto es que con el tiempo me di cuenta de que no es necesario gastar dinero en productos tóxicos, malísimos para la salud. Basta con dejar que la naturaleza siga su curso. De los moscardones verdes se encargan las arañas, y las avispas tienen su nido en el altillo y producen una miel exótica y riquísima, que no se encuentra ni en las tiendas más especializadas de Buenos Aires. Incluso las manchas de humedad en las paredes del sótano, junto con la ausencia de luz, crean el hábitat perfecto para todo tipo de hongos. ¿Por qué debería limitarme a los carísimos champignones que venden en los comercios?

Algunas personas carecen de mi apertura mental y respeto por la naturaleza. Un par de veces, en el mercado, escuché a unos chicos que me llamaban “Olivia, la loca”. Algunos me gritan cosas peores. En esas ocasiones yo, a propósito, los miro fijo y hablo sola en voz alta. Y, entonces, lloran igual que mis gatos.

Sé que la manzana que ocupa Saint Elmo’s está estratégicamente ubicada,y que más de un empresario codicioso quiere apropiarse de la casa y construir una monstruosa torre de esas modernas. No lo permitiré: tendrán que demoler la casa conmigo adentro.

Cierto es que no puedo salir: sé que me persiguen. Pero gracias al agua del pozo, los huevos de las palomas, la miel de las avispas y hasta partes inútiles de mi propio cuerpo, como los lóbulos de mis orejas y los dedos prescindibles de mis manos y pies, logro sobrevivir sin doblegarme.

De ninguna manera me van a sacar de acá. Ahora, en la puerta de mi hermosa casa inglesa, suenan las sirenas de dos patrulleros. Las ratas se fueron a sus madrigueras. Los conejos, pobrecitos, tiemblan de miedo. Lo que me llama la atención es que, aunque todavía no es de noche, los gatos lloran más que nunca.

Además de los patrulleros, hay una mujer que me resulta familiar. Una mujer rubia, gorda, con un vestido de cebra ajustado. Es la ingrata de Irma, que me señala y grita mientras un oficial trata de calmarla. Es Irma que, con lágrimas en los ojos, señala mi casa y grita el nombre de su hijo. Es Irma, y ahora me doy cuenta de que sigue sin creer en mí, ni en mis poderes, a pesar de la información tan precisa que le di aquella vez. Irma sigue pensando que soy solo una loca, igual que todos esos chicos.

Por eso les pasan las cosas que les pasan.

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