Insaciable

Ilustración: @luigonzalez__

Por: Thomas Mejía López.

Hay algo que muy poca gente sabe de mí y que me ha costado muchas amistades en los últimos años. Es algo incómodo y difícil de contar, por eso mismo comprendo que la gente prefiera tomar su distancia cuando lo revelo. Ni siquiera sé si estoy listo para compartírselo a las letras porque la culpa me mata, y durante este tiempo solo he usado mi boca para pronunciar la confesión tan bárbara que oculto detrás de los gestos inexpresivos de mis cejas pobladas.

Lo que me resulta escabroso de plasmar esta vergüenza en una hoja, es pensar en su permanencia. Cuando lo cuento a través de mi voz confío en la desaparición de mis palabras en los oídos de los desafortunados que escuchan mi historia, y si mi confesión se llega a esparcir sin mi consentimiento, puedo escudarme en la creación de rumores de los que nadie más ha sido testigo para afirmar. Pero acá, donde no me escuchan, sino que me leen, no existe la privacidad del secreto. Acá, todos pueden ver los archivos que son para siempre y se quedan en la nube. Por eso es que me aterra que dentro de una semana alguien encuentre este texto y descubra que soy un sicario.

Tenía quizás ocho años la primera vez que maté a alguien por órdenes de mis caprichos. Yo había acabado de ganar un premio en el colegio por una fábula que escribí. En la formación me hicieron subir a un escenario frente al resto de estudiantes para entregarme un pequeño diploma que me acreditaba como ganador del “1° concurso de cuento”. Ahí estaba mi nombre: Thomas Mejía López. Cuando volví a casa, no encontré el diploma por ningún lado. Me puse muy triste, tanto, que le pedí a la señora que organizaba el concurso que me volviera a hacer otro, y así fue. Y entonces volví a tener el diploma en mi mano, pero algo era diferente: mi nombre ahora era Tomás Mejía López. Maté a la h solo por pedir un nuevo diploma, y en ese momento, dejé de ser yo. Por eso digo que tiemblo siendo consciente de la permanencia del texto, porque ahora ese diploma estaba colgado para siempre en la pared de mi habitación con mi nombre mal escrito y un cadáver (el de la h) desaparecido.

Mis caprichos me hicieron creer que debía preferir un diploma antes que entender que, genuinamente, la gente disfrutaba lo que escribía. Por eso es que continué matando. Desde que entré a la universidad solo pensaba en hacer el escrito perfecto para tener otro reconocimiento. Me montaba en la moto de la literatura y con un casco puesto empezaba a disparar. Dejé de matar solo letras y empecé a aniquilar palabras, luego oraciones y párrafos, hasta que cometí masacres de ideas enteras. Se me hacía imposible escribir sin pensar en los elogios. Tenía una urgencia de volver a encontrarme encima de una tarima sosteniendo un pedazo de papel que por fin tuviera mi nombre bien escrito. Por eso mataba, y mataba y seguía matando. Tilde acá. Guion allá. Diálogo por aquí. Tercera persona por acá. No. Mejor aquí. Mejor no. ¿O sí? Mejor borro ese punto. ¿Para qué se usa el punto y coma? No les gustará, borraré todo. Y así maté otro texto, gracias a mis caprichos.

No entendía qué debía escribir para volver a ser elogiado, me hacía aguantar la respiración en páginas de manuales de estilo, cursos de redacción, convocatorias y páginas de premios. Parecía fragmentado. Pasaba horas inventando monólogos en mi cabeza de lo que iba a decir frente al público del teatro más grande de Medellín. Era imposible no maquinar cada posible respuesta que le iba a decir a los medios de comunicación cuando me entrevistasen por mi logro. El niño que ganó un premio por una fábula sobre un cerdo, estaba enfermo de caprichos y tenía mucha sed de reconocimiento.

Hasta que me capturaron.

Haciendo fosas comunes con mis textos empecé a dejar de lado la riqueza del lenguaje. Las muertes eran tan malas y forzadas que terminaba asesinando hasta el lugar más común. Ni siquiera sabía (ni sé) poner comas, lo hacía porque así lo hacen los intelectuales, los de los premios. Y ni qué decir del “estilo”, el que perdí por sonar “bien”. La policía de la literatura me arrestó y recuerdo que me imputó tres cargos: metaforicidio culposo, porte ilegal de comas y enriquecimiento ilírico.

Mi rostro estaba por todas partes y las noticias escribían titulares con mi nombre: “Tomás Mejía: el sicario del alfabeto” ¿No era esto lo que quería? No. Porque no era reconocimiento, era un aterrizaje forzoso a la coherencia y la equivocación. Me perdí, y perdí la oportunidad de perder. Porque no siempre se gana, y yo creía que sí. Que era el mejor. Y quería que el resto de las personas supieran que era el mejor. Era insaciable.

Cumplí una larga condena encerrado en mi habitación durante tres semestres. Bloqueado. Decepcionado. Lo único que veía era la cama, el piso, los cuadernos con apuntes tachados, las fotocopias que nunca leí y la pared. Y, en la pared, ese maldito diploma por el que empezó mi obsesión. Lo miré fijamente y volví a ver mi nombre mal escrito: Tomás Mejía López. Respiré y me reí. Arranqué una hoja de un cuaderno y escribí mi nombre bien: Thomas Mejía López.

Y desde eso, no dejo de escribir. Pero ahora lo hago por Thomas y no para Tomás.

Sobre el autor

Thomas Mejía López. Habitante del centro de Medallo y nacido en el 2004. Estudiante de periodismo en la Universidad de Antioquia y ganador de la XVI edición del Premio de Periodismo de la Alcaldía de Medellín y del Premio de Periodismo de Soluciones Asocajas 2025.

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