Susy en el fondo del mar
Hoy hace exactamente un año sacamos a mi hija muerta del fondo del mar.
Yo estaba en el jardín repasando los movimientos de taichi para la presentación a las reclusas de la Anunciación a la Virgen cuando la negra pendeja fue a decirme de la llamada urgente del gobernador.
Anda diciendo por ahí que sabía, que siempre lo supo, que era obvio que la niña iba a terminar muy mal, que las cartas lo mostraban, claritico, que nos había dicho ella que la niña estaba en peligro desde que comenzó el romance con Juanito Quenediez.
Para dármelas de bruja yo también puedo. La noche en que mi hija se ahogó, soñé que me hundía en un remolino. Y más: amanecí meada del pánico. Yo misma lavé las sábanas. De noche las puse en la máquina para que nadie supiera. Mientras preparaba el detergente tuve una taquicardia horrible y pensé que era la vergüenza. Pues no. Era una premonición.
La negra pendeja apareció en el cuarto de lavado, como un espanto, con el blanco de los ojos brillando como linternas. Me preguntó si pasaba algo.
— Andate a descansar. No pasa nada.
Luego salí al jardín a practicar. Vi las margaritas muertas. Mamá decía que ver de madrugada flores podridas era de mal agüero.
La niña se encariñó con la Negra porque le contaba cuentos. Es mala empleada: deja quemar las sopas, el arroz y los plátanos maduros, chismorrea, pregunta más de la cuenta, no plancha bien y en el baño deja rincones sin limpiar. Más de una vez quise echarla pero la perdonaba porque era uña y mugre con Susy.
Empecé la rutina extendiendo el brazo mientras el pie alcanzaba la rodilla. Sostenía la respiración enfocándome en el movimiento. Dos años en el taichi me han dado cierta precisión. Oí la voz de alarma: “¡Señora! El gobernador al teléfono”. La taquicardia volvió. Estoy segura de que cuando pasé frente a la Negra oyó los latidos de mi corazón.
— La niña. —Eso le oí decir.
Ambas lo supimos.
— Le pasó algo a la niña. —Repitió, casi llorando.
Cuando Susy empezó a salir con Juanito Quenediez fuimos felices. Habían hecho el colegio juntos. Fueron novios de chiquitos. En esa época rompían y volvían, cosas de niños. La misma Susy lo sabía, y más grande decía: “Aparecemos para desbaratar la vida del otro y luego volvemos a empezar”. Pero se querían mucho ese par. Nosotros estábamos encantados. Él era el príncipe de la ciudad porque su papá era el presidente. Después de que le mataron al papá, la mamá los sacó de aquí para que crecieran lejos de la prensa, del chisme; pero las cámaras los seguían como el hambriento al pan. Era la Negra la que nos mostraba las revistas: “El niño Juanito salió en la prensa por lo de la fiesta de Fulano”, “anoche vi al niño Juanito en la tele por la reunión de caridad de Zutana”, “recorté esta foto de Juanito en la misa por lo del papá, miren lo guapo que se ve”.
Fue por la muerte del tío de Juanito que la familia decidió volver del exilio voluntario. Cristian, el tío, era el mayor y el abuelo Quenediez estaba determinado a que un hijo suyo volviera a la presidencia a terminar lo que el otro hijo no pudo porque lo mataron, a tiros, en la calle. En este país, acostumbrados a tanta sangre, estábamos asustados por la violencia que hubo en esa campaña. Mataron a tres candidatos, entre ellos a Cristian Quenediez. Fue ahí cuando a la Negra le dio por echarle las cartas a la familia y resolvió, como quien averigua un chisme de barrio, que los Quenediez estaban malditos. Le fue con el cuento a Susy, y la niña, que todavía tenía la nariz irritada de llorar en el funeral de Cristian, sonrió, con ternura, perdonando el tamaño de la ignorancia de esa chismosa de mierda.
— Linda, Negra. Gracias. Pero esto no es cuestión de brujería.
— Mi niña, yo que le diga. No se meta con esa gente que andan en la mira del diablo.
Después de oír tantas sandeces la mandé de vacaciones al pueblo natal, a ver si espabilaba. Pero cuando la mala suerte mete el pie en la puerta no hay quién la saque. La vida real comenzó a darle alas a los chismorreos de la negra esa. Un periodista, sin duda a sueldo de los enemigos de los Quenediez, descubrió que una de las tías de Juanito tenía un retardo mental y la familia la mantenía escondida en la casa, sin dejarla ver de nadie por pura vergüenza. Después, un primo de Juanito murió esquiando en las vacaciones de invierno. La maldición de la familia se hizo célebre entre nosotros y no se habló de más durante un tiempo.
Cuando Susy llegó con la noticia de que Juanito la quería en matrimonio nos alegramos. ¿Quién no iba a ponerse contento? Juanito era un diamante pulido al extremo de la perfección: guapo, famoso, bien educado. Huérfano tan chiquito, destilaba un aura de niño perdido y todas, jóvenes y viejas, queríamos cuidarlo. Era alto, de una delgadez justa, que le regalaba el torso de un Aquiles en vida. Sus labios eran hermosos. Era perfecto. “Es que no tiene presa mala”, decía Susy, porque la Negra le enseñó a decir esas líneas de placera. Y todo sea dicho: estaba llamado a ser presidente, como el papá, en esta republiqueta afecta a los delfines políticos. Él levantaría las banderas del padre y el tío. No había duda.
Una noche, en la cama, antes de quedarnos dormidos, mi marido dijo, casi susurrando: nosotros los jueces, ellos los políticos. Era un matrimonio que empataba en la medida justa; ella con su padre y los tíos magistrados, él con un brillante destino político.
Nunca veo revistas de chismes. A la nena y a la Negra les prohibí dejármelas cerca, pero ellas dos desternillaban leyendo esas porquerías. Mi niña era tan lista que no paraba de burlarse de sí misma a partir de lo que leían. Escribían que Susy no era lo suficientemente guapa para él, que Juanito debió casarse con la cantante de pacotilla con la que tuvo un amor de verano; pero fueron varios los que la quisieron de esposa. Detrás de ella estuvo el judío Herzog, los gemelos Pons, el hijo de Norzagaray, e incluso, el menor de los Santodomingo. Estaba escrito, sin embargo, que mi niña terminara, feliz y muerta con Juanito Quenediez.
La Negra olía mis celos. Notaba que me cabreaba el que fueran tan cómplices. Una vez, sin que lo notaran, las escuché hablando de hombres, de tamaños y durezas, unas porquerías de las que nunca supe hablar. Me ruboricé de las palabrotas usadas por Susy; como una sombra me alejé. Cuando podía, la Negra me enrostraba la cercanía que mantenían. “Es que yo sí la conozco a la Susy (resoplaba mientras nos preguntábamos si algo le pasaba a la niña porque la notábamos apagada). Que le diga, doña, que le diga. Yo la vestía de niña y la conozco piel a piel, pelo a pelo, le he contado los lunarcitos y pequitas que tiene y cuando le sale una nueva pequita se lo hago ver”. Hasta el último momento me pasó por la cara eso de que conocía mejor que yo el cuerpo de mi propia hija. A mí no me quedaba tiempo para vestir a la niña porque andaba en otros menesteres, en asuntos importantes que hacía por ella, para que ella disfrutara la vida. Nunca me dejé leer las cartas de la Negra. Para mí, la vida no es un cuento estático y predecible. La vida es la aventura del riesgo y la improvisación. Creer lo otro es de gente desocupada.
De recién casados no cabían en la dicha. Resplandecían estando juntos. La luna de miel la vivieron lejos de la prensa, allá, donde los mares son más azules y las estatuas de mármol parecen hechas del material de las estrellas. Me hice un álbum entero con las fotos que me mandaron. Por esa época fue que a Juanito le entró la afición por volar.
La nena me contaba que había tomado lecciones de aviación muy jovencito, como también aprendió a correr carros de carreras, esquiar, cuatro idiomas e historia del arte. Era, sí, el último aristócrata, como lo llamaron después de muerto. Un instructor de vuelo siempre viajaba con él, por exigencia de la familia. Tal vez terminaron creyendo por verdad el chiste que de ellos hacían después de atravesar tantas desgracias; cuando alguien es demasiado perezoso, de él se dice, con ironía: “trabajaba más el ángel de la guarda de los Quenediez”.
El día en que murieron no los acompañó el instructor. Era un vuelo corto y el piloto confió en sí mismo. De él siempre dijeron que era un tanto inútil, demasiado consentido. Susy me dejó ver más de una vez que Juanito era dependiente del afecto. No toleraba la soledad, era torpe con asuntos prácticos y pasaba de ingenuo. Quizá, algo normal para un hombre que tenía servidumbre hasta para quitarse los calcetines. Por eso confiaba en Susy, porque era pragmática, astuta, le enseñamos a defenderse de la vida, porque ¿a qué venimos al mundo sino a evitar que nos pasen por encima?
Cuando cogí la llamada del gobernador sabía que era una mala noticia. “Un avión desapareció en la costa. Sabemos que es la nave del señor Quenediez. ¿Se ha comunicado usted con…” Un temblor de muerte me sacudió las piernas. Si la Negra no me toma en el aire me hubiera caído.
El rescate de los cuerpos duró varios días. El error de Juanito fue volar muy cerca del mar. La vista lo engañó. Confundió el azul del agua con el del cielo. Hizo una operación exagerada, superior a su experiencia de vuelo. No supo maniobrar el resultado y se fue a pique al fondo, muy al fondo.
Su tío, el senador, usó su inagotable influencia para rescatar sus cuerpos. “Si tienen que usar la marina nacional, hágalo”, dicen que le gritó por teléfono al presidente de la república, a quien siempre trató como un subordinado.
Encontraron primero a Susy. Fue necesaria una prueba de ADN para certificar que sacábamos de la morgue a un pariente. Cuando vi la bolsa negra de plástico con el cuerpo adentro, con una cremallera que lo recorría entero, grité. Era pequeño. Mi niña medía 185 centímetros de hermosura y el mar me devolvió a alguien del tamaño de una escolar. Los peces la devoraron, el agua le limpió los miembros calcinados por el incendio, cercenados por metales retorcidos.
Ni mi marido ni yo fuimos capaces de ver el cuerpo. Estábamos esperando los resultados de la prueba genética cuando apareció la Negra. Quería ver a la niña. La autorizamos. No tardó demasiado. Salió de la sala con una entereza que aún hoy envidio. Se me plantó enfrente. Lloraba tanto como nosotros.
— Es ella. Yo la conozco.
Dio media vuelta y desde ese día no la he vuelto a ver.
Sobre el autor
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A.F. Osorio. Bogotá, 1977. Autor de Visiones de lo prohibido (reportaje), Siete monedas (cuentos) y El año de la mezquindad (Novela). Cuentos y reportajes suyos se han publicado en varios espacios literarios. Reside en Bejing, China.