Exequias de mi hermano pez

Andrés F. Burbano

Ilustración: @mieles.pedro

Y recuerde, mijo, en semana santa, los jueves y los viernes se debe bañar antes del medio día o se convierte en pescado

El resto del día estuvimos turnándonos para echarle agua hasta que al llegar la noche a alguien se le ocurrió que lo mejor era meterlo en el tanque. Al principio el resto pensó que era una mala idea, pues parecía aun seguir respirando por la nariz, pero después de que todos notáramos la suerte de castigo sisífico que nos esperaba, abandonamos la causa y nos encargamos de cargarlo y llevarlo al patio. Pensé en ese momento: ¿Es el final? ¿Aquí es donde nos damos cuenta de que la superstición se basa en hechos materiales? Y pese a que podría haberlo dicho en voz alta, guardé silencio por respeto a mis papás, por respeto al cuerpo de mi hermano, que ya para entonces era de una consistencia roñosa y babosa y un olor a pasto mojado y a sangre. Obvio me dije: “Ahora su esclerótica es amarilla y sus iris anaranjados con puntos negros, como para salir con alguno de mis apuntes”. Además, no sé, y no podría afirmarlo con seguridad, pero mientras lo trasladábamos de un lado a otro tuve la impresión de que en el abismo del ojo había pequeñas membranas blancas que se bamboleaban, como si ahí dentro, en sus pupilas, estuvieran merodeando algunos microorganismos acuáticos o de repente le hubieran nacido pequeñas lombrices en el interior.

Levanté la mirada y vi a mi papá llevando el peso de su hijo, con la cabeza al frente y un cigarrillo en la boca. Él había sido el primero en notarlo y ahora solo se mantenía imperturbable ante lo sucedido, tal vez cansado ya de sufrir por lo inevitable (o inverosímil) y conforme con haber expulsado en el comedor, hace tres días, sus últimas palabras de aliento: ¡Ah!, es con Dios.

Seguimos caminando y cruzamos la última habitación.  Mi abuela venía a mis espaldas, rezando, prensada de un crucifijo y la luz de los bombillos amarillos no bastaba para iluminar por completo el largo camino de barro que nos llevaba hasta la parte de atrás.

– ¿Esta textura es normal?  

–Nada de esto es normal. Ni siquiera hace tres días cuando le noté las primeras escamas en el antebrazo puede decirse que fuera normal, pero ya para ese entonces estaba resignado…

Los perros del patio acudieron a nuestro encuentro y empezaron a ladrar. Uno de ellos intentó atacar a mi hermano, pero mi mamá lo soltó del torso y se apresuró a evitarlo. A mi hermano entonces se le cayó la aleta gelatinosa que le salía desde la columna vertebral. A nuestros lados sonaban los grillos. Nos tenemos que mover, dije. El tanque era un cubo grande de piedra negra que no solo utilizábamos para lavar ropa sino también para nadar y lo cierto es que nuestra infancia atropellada la habíamos pasado entre la escuela y ese tanque, razón por la que mis papás, mis tíos y mis abuelos, habían terminado por considerarlo como “el aljibe de los niños”. En fin, el caso es que ahora avanzábamos por el sendero intentando saltar de piedra en piedra sin separarnos del otro, con un cuerpo difícil de llevar que se nos resbalaba, y que en ultimas nos hacía querer deshacernos de él o encontrar la manera de hacer más llevaderos los días por venir.

–Mañana vendrá el cura. Él sabrá que hacer.

–Y si no lo sabe tendrá que venir un médico o un brujo, porque nunca había escuchado que esto pasara en este lugar. 

Cuando dejamos el cuerpo en el tanque mi hermano se reincorporó y empezó a moverse en el agua y a botarla hacia nosotros. La aparente mejoría nos hizo a todos sentir algo cercano a la felicidad. Mi abuela y mi mamá lloraron. Mi hermano entonces empezó a nadar para tranquilizarlas. Estuvo haciéndolo durante un rato, mientras mi papá sacaba otro cigarrillo del paquete y dejaba salir un par de lágrimas de sus ojos. Papito, si siquiera no hubiera perdido el habla.

–Andrés, mijo, ¿usted cree que se va a recuperar?

Y yo no contesté. No contesté ni mierda, porque no supe que decir. Ni ahí ni después que lo vimos flotando. Y lo cierto es que ni siquiera ahora tengo las agallas para mirar a mi papá. No ahora, justamente, que estamos sentados en esta sala rodeados de vecinos y familia. No ahora que se tiran a nuestros brazos y nos intentan reconfortar. No ahora que debo mantener los estribos y evitar sucumbir ante la debilidad de llorar. No, ¿pa’ que?, yo no voy a decir nada y voy a mantener los detalles al mínimo posible. ¿Cómo masticar lo de las branquias? ¿Cómo hacer para que los vecinos miren el muerto y no distribuyan por todo el pueblo la información y el estigma? Hemos llegado a un acuerdo y nos limitaremos a describir la muerte de él como un hecho traumático y abstracto. Una vecina se acerca y me habla y yo me quedo embobado pensando en cuando lo vi y en lo que pensé: Un designio cruel de Dios, ningún ser humano es capaz de soportar la metamorfosis.


Sobre el autor

Andrés Felipe Burbano Ibarra

Nació en Popayán, pero se crio en Piendamó. Pese a que lleva muchos años leyendo y escribiendo, no es hasta que funda la Revista Digital Aparato Nacional, en el 2019, que decide empezar a autopublicar algunos de sus cuentos. Fue a la universidad, pero un día se aburrió y la dejó.

1 comentario en “Exequias de mi hermano pez”

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