La vuelta

La vuelta

Hernán Ribero

Ilustración: @aparatonacional_

Se pone el casco. Ajusta las tiras y regula el respirador para que no lo sature de oxígeno: ir mareado por la calle lo convertiría en un blanco fácil. Enfoca las guías láser de los lentes; prefiere que sean verdes en vez de rojas, como vienen por default. Por último, verifica la carga de la Uzi. Acciona el seguro varias veces para destrabar cualquier rebarba que hubiera saltado en el mecanismo, un truco que le enseñó su vecino Omar. Se carga la mochila en el hombro derecho y va hasta la salida.

Con sigilo, abre la puerta. Por el monitor de la entrada verifica que no haya nadie en la calle. La cámara izquierda anda fallando, aunque algo alcanza a distinguir en la imagen borrosa. Otro día hubiese desistido de salir, pero hoy no puede. Necesita ir a buscar el sobre acá a la vuelta, a lo del Chino. Son ciento cincuenta metros de ida, y otros doscientos para terminar de rodear la manzana y volver a guardarse. Confía en su oficio: ya hizo este recorrido muchas veces y nunca tuvo demasiados problemas.

Se asoma a la calle. Pegado a la pared, camina con pasos cortos hacia la izquierda. Sabe que el sol a su espalda encandilará a posibles tiradores. A media cuadra, el edificio de cuatro pisos, con sus panorámicos balcones, implica un certero peligro. Por suerte, la distancia y los árboles en el borde de la vereda dificultan la puntería. El resto son casas bajas, con terrazas de las que también puede asomar un arma. No, no se puede confiar. Ajusta el zoom de la lente del casco para escanear la zona, no quiere sorpresas.

Entonces lo ve: encaramado en el poste de teléfono, el tipo forcejea con la cámara de vigilancia hasta que la termina de arrancar. Con un disparo de la Uzi, en modo tiro a tiro, le destroza la cabeza con austera prolijidad.

Seguro hay otros. Se mueve, entonces, parapetándose contra los árboles. La respuesta no tarda en llegar: a su alrededor las balas levantan polvo y pedazos de baldosas. Sale corriendo a toda velocidad, confiando en el blindaje de su traje R435, un poco ajado, pero perfectamente funcional. Algunos disparos le aciertan, le llegan como martillazos en las piernas y la espalda. A los tumbos, aunque sin detenerse, da la vuelta a la esquina. Se arrima a la línea de autos estacionados: ahora los disparos vienen de las ventanas de la vereda de enfrente y del local de lavado de autos, donde tres muchachos con botas de goma y ametralladoras no logran atinarle. Al menos, no todavía.

Deja de correr, ahora trota: dos casas lo separan de lo del Chino. Ve que lo espera sonriente en la puerta, con el sobre en una mano y un lanzamisiles en la otra.

Pasa por el frente del portón, y sin detenerse ni a saludar toma el sobre como un chico arrebata la sortija al calesitero. Acto seguido el Chino, sin dejar de sonreír, levanta el lanzamisiles y apunta al lavadero de autos. Al verlo, los tiradores se esconden.

Vuelan por el aire dos camionetas recién lavadas y lustradas que esperaban a sus dueños. Él sigue corriendo, con el estruendo a sus espaldas. Aun así, alcanza a oír las carcajadas del Chino. Siempre fue un tipo bastante sádico.

 

Al dar la vuelta en la siguiente esquina tropieza con una piedra y casi rueda por el suelo. Se detiene detrás de un árbol para tomar aire y ver qué le depara el último tramo hasta su casa. La calle está vacía otra vez, o así parece. Mete el sobre en la mochila y se ata la tira suelta en el hombro libre. Respira hondo y se lanza calle abajo. A los pocos metros el pelo se le eriza: enfrente acaba de abrirse la puerta de una casa y puede ver a dos con armaduras R666 último modelo, armados hasta los dientes o incluso hasta las mismísimas caries. Cada uno lleva un perro atado a una soga. Y los perros no parecen falderos, sino del tipo que empieza el día desayunándose tres vecinos y usa los huesos para limpiarse entre las muelas.

Pasa justo frente a ellos, saca el seguro de la Uzi y dispara. Reza por que los enemigos no tengan balas perforantes, contra las que su viejo traje lo protegería tanto como un vestido de novia. Oye los ladridos de los perros, y también ese silbido sordo, característico de los proyectiles con cabeza de titanio. Aprieta un insulto entre los dientes: se ha confirmado su peor pronóstico. Esta no es la mejor mañana de su vida, sin dudas.

 

Ilustración: @aparatonacional_

Sigue moviéndose. Lástima que los puntos de los láseres también se mueven: moscas rojas que vuelan a su alrededor y le buscan la cabeza. Un segundo después trina la alarma holográfica del casco: sabe que lo tienen en la mira. Cierra los ojos, corre más rápido y dispara como loco. Ladridos lastimeros indican que, al menos, a los perros les acertó. Pero el casco sigue trinando y, perdidas todas las esperanzas, pone la mente en blanco y se deja caer. El sol le da en la cara. Entrecerrando los ojos distingue el grafitti en la fachada de la casa de Omar: nos extinguieron pero les va a costar, dice. Y se ve a sí mismo ayudando a borrarlo, sin éxito, unos meses atrás; y ve a Maira trayéndole un mate, mientras infructuosamente refriega la lija por la mancha de la pared; y se ve caminando por esa misma vereda con pantalón corto y las medias bajas, volviendo de jugar al fútbol, la noche en que para sacarle el celular lo golpearon hasta casi matarlo. Encima, el celular no andaba bien.

 Resbala hacia el suelo, esperando la ráfaga. Advierte que se entreabre la puerta de su casa, la luz parece apagada en el interior… ¿O está prendida? ¿De dónde viene este resplandor? Por cierto: ¿Maira sacó la basura ayer? ¿Y lavó el uniforme de fútbol? Le tocaba a ella cargar el lavarropas. Pero cómo le duelen las piernas… ¿Repintaron el maldito grafitti? Puta madre, quién habrá sido, se ve tan nítido, hasta los colores vibran, como si se fueran a salir de la pared, ahora habrá que probar con kerosén para borrarlo…

Truenan mil pensamientos en su cabeza cuando lo devuelve a la realidad la boca de una ametralladora pesada Gatling asomando por la puerta de su casa, y con ella se abre el mismísimo infierno: incontables disparos que destrozan carteles, árboles, ventanas, autos. Los enemigos deben volver a sus cuevas. Oye que se llevan a las rastras los cuerpos de los perros, marcando el asfalto con sangre. También oye un llanto antes de que se cierren las escotillas.

 

 Abre los ojos, sigue boca abajo. La cabeza le retumba dentro del casco y un zumbido en los oídos no le permite pensar. El silbato lejano de un vendedor de churros rompe el silencio de lo que parece ser, todavía, una mañana de sol. A centímetros de sus ojos, avanza una fila interminable de hormigas cargadas de hojas. Van por el cordón de la vereda, que a él se le borronea y se le mezcla con el negro y el verde. Debajo del traje, los músculos magullados parecen clamarle por un descanso. No puede descontar alguna fractura.

Gime. Ayudándose con la mano en la pared, logra incorporarse. Da un paso esforzado y dubitativo, y después otro. Ve entonces salir a Maira en ropa de gimnasia y con el pelo mojado, la ametralladora todavía humeante atada al brazo. Tiene la cara roja y el ceño fruncido.

—¿Cómo salís sin avisar? ¡Y encima con plata, en este barrio de buchones! ¿Al menos te dio cambio el Chino?

Ilustración: @aparatonacional_

Sobre el autor

Hernán Ribero

Nació en Buenos Aires, Argentina, en diciembre de 1964. Con una cantidad irrelevante de cuentos en su haber y habiendo recibido algún que otro premio en algún concurso, en la actualidad asiste al taller del escritor Alejandro Baravalle, donde el maestro acomoda a martillazos sus desastres y quedan legibles.

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